Por: Domingo Caba Ramos
«No estamos solos. Cada uno de nosotros no está solo…Tenemos que considerar que, con nosotros, existen los demás, esto es, que vivimos en sociedad. Pero vivir en sociedad no consiste precisamente en que otras personas estén o pasen cerca de nosotros, sino en que nos relacionemos de algún modo con ellas. Esta relación se produce gracias a la comunicación»
Manuel Seco
El humano es un ser social por naturaleza, esto es, nace, crece, se desarrolla y actúa en un mundo de personas que viven en sociedad. Y en tanto ser social, es, a su vez, un ser comunicativo.
Al formar parte de una realidad social, los seres humanos establecen múltiples relaciones con los miembros del grupo a la que pertenecen. Y para hacer más efectiva estas relaciones, tienen que intercambiar información con los demás, y exteriorizar lo que piensan, sienten y desean. Para tal fin, precisan, pues, de ese instrumento de comunicación que todos conocemos con el nombre de lengua.
Ya sabemos que la lengua se actualiza o concretiza a través del habla, y que hablar, no es más que traducir en palabras deseos, sentimientos y pensamientos; pero los hablantes no siempre empleamos la lengua de la forma más adecuada en el instante de transmitir nuestras ideas. Frecuentemente adoptamos comportamientos lingüísticos que lejos de fortalecer las relaciones humanas, lo que hacen es producir en ellas profundas grietas que debilitan considerablemente dichas relaciones. De ahí que surjan los conflictos que suelen destruir los vínculos armónicos que deben primar en el seno de todo conglomerado social.
Tales conflictos se originan generalmente movidos más por palabras que por hechos. Incontables son los casos que nos permitirían validar el juicio anterior: las demandas por difamación e injuria; la queja del empleado, disgustado porque el jefe le “habla mal”; los chismes del vecindario que tantos roces o enfrentamientos generan; el estudiante que se queja por la forma en que le habló su profesor; el empelado que dimite del puesto porque ya no soporta las groserías verbales de su jefe inmediato, etc.,
Desavenencias como las antes citadas ocurren porque a veces no usamos la lengua con la eficacia que una buena relación social demanda. A tono con este planteo, conviene señalar que en el momento de intercambiar ideas debemos seleccionar las palabras que en términos comunicativos generen los más apreciables resultados. Como bien lo dice Gastón Fernández de la Torriente:
«El poder de la palabra eficaz es ilimitado no sólo en la esfera política, sino en lo personal o en las relaciones laborales» (La comunicación oral, 1993:7).
Son muchos los hablantes que no se
conducen con la prudencia requerida en el momento de intercambiar ideas con los
demás. Nos referimos, obviamente, a aquellas personas que en lugar de usar la
lengua para informar, persuadir y orientar, la emplean para ofender, humillar e
imponer criterios. Ya lo explicó claramente el cardenal Nicolás de Jesús López
Rodríguez en su discurso de ingreso a la Academia Dominicana de la Lengua:
6. Procure evitar las murmuraciones, el comportamiento altanero y los autoelogios.
Una y otras prácticas constituyen el sello distintivo de los seres
mediocres y acomplejados. Lo que usted es o sabe debe demostrarlo con hechos,
nunca con palabras. La pedantería, altanería o presunción es una de las
conductas más despreciadas por los seres humanos.
La Lengua, en fin, debe emplearse
para estrechar las relaciones humanas y contribuir al desenvolvimiento o
desarrollo de un mundo cada vez mejor.
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