viernes, 2 de marzo de 2018

LAS MEMORIAS DEL PRESIDENTE Y LOS ENLOQUECIDOS APLAUSOS DE SUS FUNCIONARIOS


                                                                               Presidente Danilo Medina

 Confieso que nada me resulta más pesado y aburrido que ver o escuchar, durante horas, a un presidente de la República presentando, ante el Congreso Nacional, sus famosas memorias los días 27 de febrero de cada año. No importa que el mandatario se llame Joaquín Balaguer, Leonel Fernández Hipólito Mejía o Danilo Medina.

 En las contadas ocasiones que he decidido sentarme a escuchar los tediosos discursos presidenciales, me ha llamado mucho la atención la emoción que muestran los funcionarios presentes en la sala del Congreso, expresada en sus delirantes aplausos, a veces de pie, cada vez que el presidente dice algo para ellos importante.

No pasa un minuto sin que tales aplausos retumben en el solemne ambiente parlamentario. Aplausos si el presidente ofrece cifras importantes. Aplausos si anuncia una obra. Aplausos si promete que va a ejecutar tal o cual medida. Aplausos si ríe. Aplausos si llora. Aplausos si tose o estornuda. Aplausos, en fin, hasta cuando se equivoca o se seca el sudor. Algo parecido fue lo que se sucedió el pasado martes con el presidente Danilo Medina en su discurso de rendición de cuentas ante el Congreso Nacional.

Distribuido en cuarenta páginas y conformado por 14,622 palabras, la pieza oratoria del primer mandatario de la nación fue pronunciada en un lapso de dos horas, período en el que se produjeron ciento cinco aplausos y dos ovaciones de pie, vale decir, 1.1 aplauso por minuto. Se trató, pues, de un cuasi espectáculo discursivo en el que al orador, unos acólitos, embriagados de emoción, servil y zalamero espíritu, apenas lo dejaban hablar.

Entonces yo, sin que pudiera evitar una irónica sonrisa que a mis labios afloró, no tuve más que preguntarme:

 ¿Para qué y por qué de tan reiterados aplausos?

 ¿Aplaudían esos fieles funcionarios, realmente por lo que decía el presidente o como la mejor forma de preservar el puesto que desempeñan y poner de manifiesto su alegría, satisfacción y gratitud por el jugoso salario y elevados privilegios que dicho cargo les confiere? ¿No se llama, en fin, semejante conducta, ridiculez, servilismo, mediocridad o baja zalamería?

 ¿No constituye tal actitud la más fiel muestra de ese culto a la personalidad que heredamos de la dictadura trujillista?

 Mis amables lectores tienen las respuestas a cada una de estas interrogantes.