Por : Domingo Caba Ramos
Como todos los domingos, las siempre congestionadas calles de la Ciudad Corazón, lucían casi solariegas o libres del infierno vehicular que las caracterizan los demás días. Por una de esas calles, yo me desplazaba tranquilamente. Observo por el espejo retrovisor y noto que un motorista me sigue a toda velocidad.
Como todos los domingos, las siempre congestionadas calles de la Ciudad Corazón, lucían casi solariegas o libres del infierno vehicular que las caracterizan los demás días. Por una de esas calles, yo me desplazaba tranquilamente. Observo por el espejo retrovisor y noto que un motorista me sigue a toda velocidad.
Como tengo la intención de doblar en la
próxima intersección, enciendo a su debido tiempo y distancia las luces
direccionales. Las luces, al motorista, al parecer ningún mensaje le
transmitían , razón por la cual, en lugar de reducir, prefirió acelerar la marcha. Sin perderlo
nunca de vista, yo me acerco a la esquina donde me propongo doblar; pero
justamente en el preciso instante en que decido realizar el giro a la derecha, el motorista
me rebasa por la derecha, siempre a toda velocidad. Para no llevármelo de encuentro, tuve que
ejecutar uno de esos frenazos en que el vehículo queda, a su vez, ejecutando un baile maldito.
El motorista
se detuvo momentáneamente, me miró con ojos de boas venenosas y pronunció tres
o cuatro maldicientes palabras, entre las cuales, presumo, no faltó el nombre
de mi santa madre muerta.
Yo también
lo miré y pensé emitir uno que otros coños acompañados de dos o tres explosivos
carajos; pero acto seguido pensé : estoy en la República Dominicana, y me
contuve.
El motorista
encendió su vehículo y, a toda velocidad, o «como alma que lleva el Diablo», continuó su veloz recorrido por las calles
casi solariegas de la Gran Ciudad. Yo, en cambio, sonreí de rabia y me quedé
observando al jumento o semental cuya imagen poco a poco, encima de su motocicleta, se
perdía en la distancia.