Por: Domingo Caba Ramos.
Los tiempos cambian, y con los cambios epocales, cambian también los hábitos y las creencias de las personas. Es lo que ha sucedido con las costumbres o prácticas que se llevaban a cabo los viernes santos de la época de mi niñez, las cuales se han transformado sustancialmente con la apertura, la globalización, el desarrollo científico y el proceso de urbanización de la nación dominicana.
El viernes santo es la fecha cumbre del cristianismo, particularmente del mundo católico, por cuanto se conmemora la crucifixión, muerte y resurrección de Cristo.
Influenciado por las creencias cuasi medievales de un pueblo dominicano mentalmente virgen, ingenuo e inocente, ese día, en la comunidad mocana donde nací, estaba prohibido bañarse en ríos y playas, porque quien lo hacía, según nuestros mayores, podía convertirse en un pez.
No se podía cortar nada, clavar ni golpear, porque al proceder así, se estaba cortando, clavando y golpeando a Cristo. Por eso los cocos y las batatas, utilizados en la preparación de las habichuelas “con dulce”, había que pelarlos el jueves antes; y por eso, igualmente, las “pelas”, para castigar cualquier acto de travesura que yo o uno de mis hermanos cometiéramos, conscientes de que en esa fecha la correa no se accionaba, mi madre las dejaba pendientes para el día siguiente. Y créanme que en eso de cumplir con esa “pela” o “santo” castigo, nuestra amorosa, pero firme progenitora era superefectiva : no se le olvidaba nada.
También estaba prohibido comer carne, y cortar una rama de piñón o de la flor llamada “sangre de Cristo”; porque de una y otra rama podía brotar sangre, “la sangre de nuestro Señor Jesucristo”. Y, lo más sorprendente y curioso aún : las parejas de amantes no podían “hacer el amor” o sostener relaciones sexuales, pues corrían el riesgo, según la creencia, de quedarse “pegaos”.
No se podía hablar fuerte, había que “ayunar”, como muestra de sacrificio, y si al despertar en la mañana, la persona no hablaba, y así, mudo, se dirigía al “pozo” o al río a extraer agua y depositarla en una botella o cualquier otro recipiente, esa agua se consideraba bendita.
En cuanto a la programación musical de las estaciones de radio, durante el viernes santos solo se trasmitía la música de los grandes maestros (música sinfónica: Bach, Mozart, Beethoven, Handel, Vivaldi…); nada de música popular (salsa, bolero, merengue, etc.), y difícilmente nos encontrábamos con alguien ingiriendo bebidas alcohólicas.
Común era en los tiempos de mi infancia el intercambio de habichuela “con dulce” entre vecinos, expresión de la más fraterna y sana convivencia, hoy en vía de extinción, especialmente en los grandes centros urbanos, en los que muchas veces no sabemos el nombre y ni siquiera saludamos en cada amanecer al vecino que habita a nuestro lado.
Heráclito de Éfeso (Siglo VI A.C.), uno de los más ilustres pensadores de la Grecia antigua, precursor y para muchos padre de la dialéctica, definió el carácter cambiante y dinámico de las cosas al establecer que “ Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. Según él, todo fluye, todo cambia, todo es dinamismo y movimiento. Todo es fluir y devenir constante.
Siglos después, Marx y Engels crean el Materialismo Dialéctico (1840), y como parte de este formulan la famosa ley del cambio dialéctico. Según esta todo se transforma. Nada permanece estático. La realidad es un proceso de cambio constante.La verdadera realidad es la transformación, el devenir.
Gracias a la naturaleza cambiante de la realidad y al imperio o fuerza del cambio dialéctico, es comprensible y natural que aquellos lejanos viernes santos de mis años infantiles, pletóricos de misticismo y espiritualidad, sean muy distintos a los viernes santos de los tiempos modernos, en los que la religiosidad parece ocupar un lugar secundario, y en los que la romería, lo bacanal, el ultragozo y lo ultrafestivo parecen ser sus rasgos característicos.