(Consideraciones sobre el español de América)
(Pablo Neruda)
El 3 de agosto de 1492, un grupo de expedicionarios españoles, representando a los Reyes Católicos y comandados por Cristóbal Colón ( 1451 – 1506 ), partieron del puerto Palos de Moguer, iniciando así un largo viaje cuyos propósitos originales nada tenían que ver con el descubrimiento, conquista y colonización de un nuevo mundo. La expedición, llevada a cabo en tres naves, llegó a una isla del Mar Caribe llamada Guanahaní, el 12 de octubre de 1492, materializándose de esa manera uno de los acontecimientos de mayor trascendencia en la historia de la humanidad: el descubrimiento de América, considerado por Francisco López de Gómera, como “La mayor cosa después de la criación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crio…”
Pero aparte de ese extraordinario acontecimiento
histórico, Colón, sin proponérselo,
paralelamente llevó a cabo otra empresa de no menos importancia :
expandir el castellano por el Nuevo Mundo descubierto y a la que el destacado
investigador cubano, José Juan Arom
(Cuba, 1910 – 2007), llamaría siglos después :“La otra hazaña de Colón”
Esa “otra hazaña …”, al decir
del citado profesor, ensayista y
laureado escritor cubano, consistió en
llevar la lengua española a las nuevas tierras descubiertas. De ahí que
considere, con sobradas razones, que la travesía del veterano y aventurero
marinero de origen italiano, más que el viaje del descubrimiento fue “el viaje de la lengua”. La famosa gesta colombina, además
de ponernos en contacto con un nuevo espacio geográfico, dio lugar al
nacimiento de una nueva lengua, de un nuevo código lingüístico: el español
de América.
Esta variante dialectal, al decir del respetado maestro y brillante lingüista
dominicano, doctor Celso Benavides (1929 -2012), «comenzó a formarse a partir de 1492 en que se produjo el descubrimiento.
Es el resultado de la colonización; una mezcla del español con las lenguas
aborígenes del continente y en algunos casos con algunas lenguas africanas.
Coincide con aquel – aclara Benavides – en
todos los rasgos centrales del castellano, pero se aparta de él, en cada
pueblo, en los rasgos marginales y no pertinentes para la uniformidad…»
(Fundamentos de historia de la lengua española, 1986, p.272)
Para un mejor estudio del desarrollo histórico del español de América conviene
insertar esta modalidad dialectal en el contexto lingüístico general en la que
se inscribe: el español peninsular. En virtud de este criterio, el español de
América, más que una lengua general, se nos presenta como un dialecto; o, en
términos más específicos, como la variante dialectal con que se intercomunican
y comprenden los pueblos hispanoamericanos. Su origen histórico, como ya hemos
señalado, se remonta al mismo instante en que Colón descubre el continente
americano, es decir, se inicia con la conquista y colonización del Nuevo Mundo.
En sintonía con esta idea, el profesor Arrom, en su ensayo “La otra hazaña de Colón”
(1979), apunta lo siguiente:
« Pero vista desde una perspectiva americana, la gesta de Colón cobra un
sentido distinto e invita a otro género de esclarecimientos y revelaciones. Por
de pronto, para quienes hemos nacido y crecido en estas tierras por él
descubiertas, su viaje, es el viaje de la lengua…» (p. 7)
Y continúa más adelante:
« Las impresiones que le causan el paisaje y los hombres que súbitamente
aparecen ante sus sorprendidas pupilas las fue asentando en su Diario de a
bordo, no en el dialecto genovés que habló en su infancia, ni en el idioma
portugués que aprendió en su juventud, sino en la lengua española que adquirió
durante su larga espera en Castilla y Andalucía. En lengua española hablaban
los tripulantes de las tres carabelas. Y es una palabra española la primera que
hiende el aire dormido de la madrugada del 12 de octubre: ¡Tierra!» (p.
8)
Y en cuanto al código empleado por el autor del “Diario de navegación”
para describir el paisaje americano, el lingüista y antropólogo antillano
enfatiza que:
«De ese modo, entendiendo cada vez más el habla dulce ‘y mansa y siempre
con risa’ de los taínos, Colón resuelve el problema de expresar en una lengua
europea los rasgos de la realidad americana. Mediante esos procedimientos
sientan las bases de un idioma más extenso y preciso con sonoridades
autóctonas, con algo de perfume a flor, el sabor a fruta y el frescor de los
árboles cuyos nombres tanto había deseado conocer. Y esa lengua – puntualiza
Arrom
–
enriquecida y elaborada artísticamente a lo largo de casi cinco siglos, es a la
que hoy llamamos el español de América…» (págs. 24/26)
Ocurrió, de
esa manera, y como magistralmente lo expone Neruda, que los conquistadores, con
Cristóbal Colón a la cabeza, se llevaron gran parte de nuestra riqueza material,
el oro; pero nos dejaron su riqueza espiritual: nos dejaron la lengua, la palabra.
Por eso
canta el poeta:
«Salimos perdiendo…
Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se llevaron todo y
nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras»
Desde los
primeros informes remitidos a los Reyes Católicos, Colón insertó en su Diario de navegación la afirmación de
que la raza aborigen “mejor se libraría y
convertiría a Nuestra Santa Fe con amor y no por fuerza”. Y al referirse a
los indios de la Española, los describe y presenta a los Reyes afirmando que
son «la mejor gente del mundo y más
mansas; y sobre todo que tengo mucha esperanza en Nuestro Señor de que Vuestras
Altezas los harán todos cristianos…». Con estas palabras, fácil resulta
apreciarlo, el Almirante comenzaba a sentar las bases de la empresa que más
tarde las páginas de la historia americana registrarían con el nombre de Evangelización de América.
«Al exponer tales conceptos – aclara
al respecto Max Henríquez Ureña – Colón
era el intérprete de un propósito que sabía grato a los Reyes Católicos: la
conquista espiritual del Nuevo Mundo» (“Panorama histórico de la literatura
dominicana”, 1965, tomo 1, p. 14). Para hacer posible esta conquista, la lengua
jugaría un importante papel, por cuanto la cristianización implicaba
necesariamente un proceso previo de hispanización o castellanización. Como bien
lo concibe Ángel Rosenblat (1902 -1984) cuando sostiene que « Las instrucciones Reales de toda la primera época involucraban la
enseñanza del español» (La hispanización de América, p. 193) Y más adelante
(p.194) enfatiza la idea, al considerar que «
El castellano era el instrumento de la catequización…»
La enseñanza de la doctrina cristiana, y con ella la del español, estuvo a
cargo de los frailes que viajaban en las expediciones a cumplir dicha misión en
cada uno de los territorios conquistados. Acudían, al decir de Rosenblat, a
“hispanizar” o a “castellanizar” al Nuevo Mundo.
Pero la labor evangelizadora de los misioneros no resultó tan sencilla como
pudo haberlo concebido Colón y sus gentes. Es cierto que la convivencia entre
indios y españoles favoreció el intercambio de lenguas en uno y otro sentido.
Es cierto que un grupo considerable de indios aprendió la lengua de los
conquistadores; pero también es cierto que la gran mayoría de la población
indígena se resistió a abandonar sus hábitos lingüísticos, mostrando, en
consecuencia, un abierto rechazo por la lengua española.
Ante este hecho, los predicadores muy pronto comprendieron que los objetivos hispanizadores
trazados por la Corona española no se alcanzarían a través de la enseñanza del
español a los aborígenes. Que era necesario invertir el método de acción
seguido hasta ese momento, vale decir,
en lugar de los indios dedicarse al aprendizaje de la lengua de los
conquistadores, eran estos quienes debían aprender las lenguas de aquellos para
filtrar por medio de ellas los patrones culturales del imperio español y
destruir por efecto de esta filtración los modelos culturales nativos, o, como
apunta Rosenblat, para « penetrar en ese
mundo misterioso y temible de los indios, conocer sus costumbres, comprender su
mentalidad, descifrar sus sentimientos y pensamientos, describir su historia,
su vida» ( ob. cit., p. 198 )
Podría pensarse que en virtud de este cambio de actitud, las lenguas aborígenes
terminaron imponiéndose sobre el
español, pero realmente no sucedió así. Los españoles, lo mismo que su religión
y sus costumbres, lograron implantar su lengua en las nuevas tierras
descubiertas. Y no podía ocurrir de otra forma, toda vez que el poder imperial
que ellos representaban necesariamente tenía que ponerse de manifiesto en el
plano de la lengua, y esta realidad, unida al maltrato que de ellos recibían
los indios, dio origen a que muy pronto desaparecieran no sólo las lenguas de
estos, sino también ellos mismos como raza. En este orden, y refiriéndose a los
indios de las Antillas mayores, don Jacobo de Lara afirma que poco después del
descubrimiento “Se había extinguido la
lengua taína en dichas islas, sobre todo en La Española donde el puñado de
indios que aún quedaba, hablaba el idioma de sus conquistadores, un castellano
salpicado de taíno…” (“Sobre Pedro
Henríquez Ureña y otros ensayos”, 1982, p. 275)
En términos parecidos se expresa Maximiliano Jiménez Sabater (1946 -1998), al
sostener que “ por desigual, el
enfrentamiento lingüístico entre taínos y españoles, estos no solamente
lograron ir imponiendo su idioma al nuevo pueblo sojuzgado, sino que por
espacio de sesenta años provocaron el exterminio de una población calculada
entre 300,000 a más de un millón de habitantes” (“El español en República
Dominicana” (Suplemento Isla Abierta,
No. 292, marzo, 1987)
De todos modos, lo que nadie osa negar es que como producto de ese
enfrentamiento, se operó un proceso de adopción recíproca en el que por un lado
voces del español pasaron a las lenguas nativas de América y, por otro,
palabras y conceptos aprendidos en los nuevos territorios fueron incorporados
por los conquistadores en la lengua peninsular.
Desaparecidos los indios, la Corona apeló al recurso de introducir negros
africanos al Nuevo Mundo en condición de esclavos para reemplazar la ya
extinguida fuerza de trabajo indígena, generándose así, un nuevo conflicto idiomático
que habría de incidir de manera significativa en la conformación del español de
América, puesto que como resultado de dicho conflicto , el grupo étnico
emergente logró asimilar en forma casi absoluta la lengua de sus amos, la cual,
a su vez, se enriqueció bastante con el aporte lingüístico africano. Merced a
esta realidad, el español de América se constituye en la expresión última, esto
es, en la modalidad lingüística resultante de la mezcla del español peninsular
con las lenguas aborígenes americanas y algunas lenguas africanas.
En fin, el 12 de octubre de 1492, el descubrimiento de un nuevo mundo, América, pasaría a ocupar un espacio de relevancia extrema en las páginas de la historia universal, y al materializarse tan magno acontecimiento, nuevas voces o manifestaciones expresivas comenzarían a ser compartidas en los intercambios comunicativos sostenidos entre los sorprendidos nativos y los sagaces visitantes.que a estas tierras llegaron. Por eso apunta al respecto el ensayista y académico dominicano, Dr. Mariano Lebrón Saviñón (1922 – 2014), lo siguiente:
«Y
entonces apareció América… América es un deslumbramiento para el español de la
conquista. Su espíritu aventurero y romántico, en deleitoso solaz y en un mundo
paradisíaco, pasaba su estada de gracia y de milagro presa de una rara
embriaguez. Eran las lenguas aborígenes como riachos que iban a henchir el gran
caudal de un habla que empezó a universalizarse. Y es el castellano la lengua
que planta su pica en las nuevas tierras…» (El español que hablamos, título del prólogo al libro Usted no lo diga, p.23, 2008)