viernes, 24 de septiembre de 2021

LA ENSEÑANZA DE LA LITERATURA Y EL ALTO COSTO DE LAS OBRAS LITERARIAS


Por: Domingo Caba Ramos.

 «El hábito y el amor a la lectura literaria forman la mejor llave que podemos entregar al niño para abrirle el mundo de la cultura universal».

 (Pedro Henríquez Ureña)

  Casi todos los tratadistas en la materia, y nuestra práctica docente así lo confirma, coinciden en postular que el modo más efectivo de enseñar literatura consiste en poner al alumno en contacto directo y constante con el texto literario.

  «La literatura-apunta José Romera Castillo - es un instrumento válido en la formación de los individuos porque se proyecta sobre la problemática vital de estos, sirve para transformar la realidad y, a la vez, es instrumento de goce y placer» (Didáctica de la Lengua y la Literatura, 1979, pág. 145).

 Y en lo que respecta a las metas que se persiguen con su enseñanza, el connotado metodólogo y crítico literario español plantea que con la literatura se pueden conseguir, entre otros objetivos:

a) Incrementar la capacidad de observación, reflexión, análisis, crítica y comunicación, para conseguir que el docente no sea un autómata, sino dueño de sí mismo.

b) Conocer para comprender mejor el pensamiento ajeno y, así, ejercitar el suyo.

c) Utilizar mejor el lenguaje, teniendo los textos literarios como espejo en donde mirarse.

d) Proporcionar hábitos críticos sobre todo con el comentario de textos.

e) Iniciar a los alumnos en la escritura creadora, es decir, en la manifestación de sus pensamientos y sentimientos para desarrollar la capacidad creativa.

 Nótese la gran importancia que en cada uno de los objetivos propuestos confiere el autor a la práctica de la lectura, análisis y crítica de obras literarias. Y es que el máximo propósito de todo programa, clase o curso de literatura debe estar dirigido a desarrollar la capacidad creativa, de análisis y el espíritu crítico del educando, de tal manera que este cuente con las habilidades necesarias que  le permitan descubrir los valores estéticos, así como desentrañar las ideas, mensaje o sentido profundo de un texto literario.

 Para que dicho propósito se materialice, Romera Castillo entiende que «…el papel del profesor se ha de invertir al tradicional. El docente será un orientador, un sembrador de semillas, no un señor feudal. Sus conocimientos, por mucho que sepa, son débiles, para basar en ellos su autoridad o una autoridad de saberlo todo que raya más con la magia que con la ciencia». (ob. cit., pág. 147).

  Solo así el estudiante encontrará sentido a la clase de literatura. Solo así el profesor logrará vencer o desterrar, como bien lo aconsejaba el ilustre poeta Antonio Machado, “la solemne tristeza de las aulas”.

 Nuestro gran maestro y lingüista, Pedro Henríquez Ureña, en un enjundioso trabajo titulado «Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común», formula al respecto la siguiente pregunta: ¿Cómo habremos entonces de enseñar literatura en nuestras escuelas secundarias?

  Y acto seguido responde:

  «Del único modo posible: poniendo al estudiante en contacto con grandes obras. En nuestros pueblos de la América española esta manera de enseñanza demanda gran atención del profesor: hay que acostumbrar al estudiante a leer mucho y hay que comprobar que lee; hay que habituarlo a la lectura de obras difíciles, allanándole la vía con explicaciones y aclaraciones de orden histórico y lingüístico, pero también haciéndole comprender que nada de sólido y duradero se alcanza sin trabajo». (Tomado de la Revista Scritura, del Departamento de Letras de la UASD, No. 2, 1981. pág.137)

 Sabemos que en el sistema educativo dominicano resulta mucho más que difícil cumplir estrictamente con estos principios metodológicos. La razón es bastante sencilla: muchas, por no decir la mayoría de   las obras maestras de la litera dominicana, hispanoamericana y universal que sabiamente recomienda leer el hijo mayor de Salomé Ureña, no aparecen en las librerías, muy especialmente en las ubicadas fuera de la ciudad capital, y cuando aparecen, sus precios son tan altos que ningún estudiante de escasos recursos económicos estaría en condición de comprarlas.

  Ante tan adversa realidad, al profesor de literatura no le queda otro camino que apelar a la poco recomendada práctica del fragmentarismo, la que si bien tiene su importancia, toda vez que un fragmento, llámese este capítulo, estrofa, acto, etc., puede despertar el interés por el contenido total de la obra, tiene de negativo que impide al alumno formarse sobre esta, esa visión general que sólo se logra con la lectura completa del texto literario.

 Ahora que ya el 4% del PIB para la educación se está ejecutando, se impone, pues, la necesidad de que el Estado Dominicano, a través del Ministerio de Educación, implemente una política cultural tendente a abaratar los precios de las obras literarias o facilitar su adquisición,  de manera que el verbalismo expositivo no cubra todo el tiempo en que se desarrolla la acción docente, y la enseñanza de la literatura resulte, en consecuencia, más activa, dinámica, significativa y, sobre todo, placentera.

 

 

 


 

EN TORNO A LAS MULETILLAS

 

En torno a las muletillas

Por: DOMINGO CABA RAMOS

 Existen hablantes que no pueden iniciar una conversación sin pronunciar el famoso «Eeeh...» o «Eteeh…». Otros repiten mucho palabras como: « ¿Sabe?», «Bueeeno...», « ¿Comprende?», «Entonces...», « ¿Tú ve...?», « ¡Por Dios!..», «Y vaina...» « ¿Tú me entiendes»?, « ¿Comprende?», « ¿No?», « ¡Digo yo…!». «¡Pues bien…!», «Ya… », « ¿Vale…?», « ¡Tú sabes…! », « ¡No me digas!», « ¿En serio?», «Efectivamente», «Lo que es», « Lo que fue», etc.

 A un   famoso y cuasi nonagenario comunicador capitaleño, en el popular programa de comentarios en que labora, se le hace más que  difícil afirmar algo sin concluir casi siempre preguntando: ¿Verdad…?, mientras que  un dinámico gestor cultural y apreciado amigo nuestro, no puede desarrollar una idea sin iniciarla con su ya muy característico " Real y efectivamente… "

 Cuando cursaba estudios lingüísticos de maestría en la UASD, tuve el privilegio de recibir clases de un ilustre profesor que, no obstante su brillantez académica, solía generar risa e indisciplina en el aula, por cuanto cada vez que afirmaba algo terminaba siempre preguntando: “¿Si o no…?”.

 En los primeros meses del año 1990 se transmitía por uno de los canales de televisión de la ciudad de Santiago de los Caballeros un programa de análisis sobre asuntos electorales. En boca de uno de los dos periodistas que lo conducían estaba tan presente la expresión “¡Por Dios...!”, que un día cualquiera, y en sólo media hora de programa, el aludido comunicador articuló dieciocho veces la susodicha invocación.

 ¿Y qué decir de las archimanejadas frases “Pues nada…” y “ni modo...”? Posiblemente, en los últimos años, sean estas dos, las muletillas más populares o de mayor presencia en el habla dominicana.

La muletilla, llamada también bordón y coletilla, es una expresión propia de la lengua oral y por lo habitual, recurrente, innecesario y carácter automático de su uso, ha sido clasificada como parte de los llamados vicios del lenguaje. Y es que el uso de muletillas, aparte de denotar torpeza y pobreza léxica, resulta innecesario, por cuanto si se eliminan, la frase conserva su sentido, como bien se aprecia en los enunciados que se transcriben a continuación:

a) «Me dicen que ya te casaste, ¿no? (« Me dicen que ya te casaste…»

b) «Pues nada, nos veremos entonces a la hora acordada» («Nos veremos entonces a la hora acordada»

c) «La enseñanza virtual llegó para quedarse, ¿verdad? (La enseñanza virtual virtual llegó para quedarse»

d) « ¡Señores!, la mejor forma de prevenir el coronavirus, es vacunándose, ¿vale?, usando siempre las mascarillas, ¿vale? y manteniendo el distanciamiento físico» (« ¡Señores, la mejor forma de prevenir el coronavirus, es vacunándose, usando siempre las mascarillas y manteniendo el distanciamiento físico»

Vistos los ejemplos anteriores, claramente se pone de manifiesto que las muletillas constituyen recursos lingüísticos que indudablemente le restan belleza, elegancia, fluidez y economía a la expresión. Se trata de palabras o expresiones estereotipadas, empleadas de manera inconsciente, y con las que a pesar de aportar nada o muy poco al sentido general de la frase, el hablante las utiliza con fines diversos: llamar y mantener el interés del interlocutor, ganar tiempo en el discurso para pensar en lo que se desea decir, buscar la comprensión y complicidad o solidaridad con el interlocutor, justificar el discurso, concluir o enfatizar la idea, mostrar desacuerdos e invitar a la reflexión.

Si bien diferentes comunidades pueden compartir las mismas muletillas, lo cierto es que en el mundo hispanohablante cada zona geográfica parece tener las suyas propias. Esto hace que esas voces   operen como un sello de identidad lingüística. A tono con este juicio, basta escuchar a un hablante repetir la voz interrogativa « ¿Vale? en la conversación, para de inmediato darnos cuenta de que se trata de un ciudadano de nacionalidad española.

Los diccionarios coinciden en la valoración semántica del término al establecer que muletilla es:

 

1.     «Voz o frase que repite una persona muchas veces en la conversación» (Pequeño Larousse Ilustrado).

2.     «Expresión que un hablante suele usar con exagerada frecuencia y que evidencia torpeza expresiva» ( Diccionario básico de Lingüística , UNAM, 2005)

3.     «Voz o frase que se repite mucho por hábito» (Diccionario de la lengua Española )

4.     «Palabra o expresión que se intercala innecesariamente en el lenguaje y constituye una especie de apoyo en la expresión» (Diccionario Kapelusz de la Lengua Española).

5.     «Voz o frase que, inadvertidamente y por hábito vicioso, repite una persona con mucha frecuencia en la conversación». (Diccionario Enciclopédico Quillet).

 Muletilla es diminutivo de muleta, y muleta no es más que el palo en el cual se apoya quien tiene dificultad para caminar. De este planteo se infiere que la muletilla es al hablante lo que la muleta es al caminante. O, lo que es lo mismo, cuando el sujeto comunicante confronta problemas al hablar, suele entonces valerse de una muletilla como soporte o punto de apoyo hasta tanto fluya a su repertorio lingüístico la palabra o expresión deseada. De ahí que mientras mayor sea la pobreza léxica del individuo, mayor será su tendencia a emplear una o más muletillas en su diaria comunicación.

 Conviene aclarar, sin embargo, que en ocasiones el uso de una determinada muletilla se inscribe dentro de la llamada función fática de la lengua, es decir, el emisor (hablante) la emplea con el propósito de mantener, prolongar o terminar  el discurso, o asegurarse de que el receptor (oyente) esta descodificado o interpretando debidamente el mensaje percibido. Este era el caso, por ejemplo, del famoso “¿comprende…?”, del profesor Juan Bosch, fecundo y veteranísimo escritor dominicano, cuyo elevado dominio del léxico español a nadie se le ocurriría poner en duda ni siquiera por un segundo.

  Y es que las muletillas, sin discriminar niveles académicos o socioculturales, se nos presentan como una especie de “telaraña lexicosemántica”: el hablante que en sus redes resulte atrapado, difícilmente pueda liberarse de ellas.