jueves, 29 de septiembre de 2016

LA MARCHANTA

(A mi gran amigo Rafael Almánzar: consagrado folklorista y director de Casa de Arte)

 Por: Domingo Caba Ramos.
                                                                                Imagen fiel de una marchanta

 Un día de estos cayó en mis manos el libro “De todo un poco y de nada un mucho”, del poeta, ensayista, animador cultural y destacado crítico literario Pedro René Contín Aybar (1907- 1981) Fue editado en Santo Domingo en 1927 y reeditado en 1912 por el Ministerio de Cultura. Se trata de un libro que como bien se aclara en las notas preliminares de su reciente edición “no fue del dominio público durante más de ocho décadas en que permaneció inédito…”

 En la página número 25 de la obra, el reputado crítico nos presenta un texto, “La marchanta”, que bien puede considerarse como el más auténtico retrato escrito que se haya realizado acerca de este digno y honorable ser, que a lomo burro se desplaza cada mañana, a ritmo de sus pregones cantarinos, por las calles de nuestros centros urbanos promoviendo los frutos cultivados en las zonas campestres donde residen. Un texto que por su extraordinario valor folklórico y literario, me permito compartir con todos mis amables lectores:

LA MARCHANTA

 «Cuando empieza a dejar sus brumas nocturnales y a brillar en luces del día, la ciudad, y, mientras cantan en los corrales sus primeros cantos, los gallos madrugadores, deja el lecho y se levanta a vender sus frutas y sus frutos por las polvorientas calles, de puerta en puerta.

 Es siempre una mujer robusta, ni vieja, ni joven, en cuya cara parece que se estaciona el tiempo y no deja arrugas que delaten su presencia, inoportuna las más de las veces. De tez broncínea y labios gruesos y nariz aplastada: tipo del negro dominicano, que es más bien de color térreo, pastoso, y, muy raras veces, brillante. Va vestida con trapos que imitan un traje de moda pasada: casi siempre es regalo de alguna cliente caritativa que no sabiendo en dónde guardarlo y sintiendo botarlo como cosa inútil, lo dá en cambio de una que otra fruta de su mercancía.

Y cuando llega a una puerta entornada no más, por lo temprano de la hora, grita con ronca voz:  “Marchantaaaa…no quiere náaaaá?...Yebo guineo, batata, yuca, ahuyama, limoncillo y toa clase de frútases y verdura”. Y si alguien responde que no, sigue pregonando su haber hasta que, o se hace repetir la negativa varias veces, o hace que la dueña de la casa le compre algo.

 En veces va fumando su cachimbo y casi siempre, rumia algo entre dientes: que nunca es oración y si muchas veces descontento y raña. Pero es jovial y discreta: jamás se atreve a decir inconveniencias a las señoras dueñas de la casa y sólo cuando algún chicuelo la embroma con sus dichos o con sus maldades, suelta unas palabrotas que no son nada agradables para la moral y que muchas veces insultan a las pobres madres, ignorantes del mal que sus hijos hacen.

La Marchanta lleva todo: frutas, frutos, yerbas medicinales, dulces, huevos y algunas, muñecas de trapo y otros juguetes que ellas mismas hacen con retales pedidos a sus marchantas o en las tiendas de géneros. Y como el antiguo albéitar, se mete en veces a ser curandera y receta sus yerbas y ungüentos para males y maldeojos, o compone esguinces con ensalmos y pomadas de su propia invención.

Habla mucho y de todo. Sabe los chismes del barrio y trae y lleva los decires de unos y otros. Descansa en las aceras o en los quicios de las puertas y, cuando aprieta el sol y desfallece el estómago, se adentra en alguna casa que le sea familiar para comer un pan con queso, mojado en una tacita de café.

Y así sigue colocando su mercancía hasta que termina con ella, momento en que vuelve a su bohío, situado en las afueras de la ciudad, después de haber repetido más de mil veces su: “Marchantaaaá… ¿no quiere ná?...”»