miércoles, 13 de julio de 2022

ACERCA DE LOS NOMBRES DE CALLES, ESCUELAS Y OTRAS INSTITUCIONES


(A los regidores, diputados y senadores dominicanos)

 Por: DOMINGO CABA RAMOS

 La muerte impacta fuertemente el alma, mucho más si esta ocurre  de manera  trágica o súbita. Es entonces cuando se abren las ventanas de la emoción y se cierran las puertas del razonamiento. La imagen del que fallece se eleva hasta lo más alto del honor, independientemente de lo intrascendentes y hasta nocivas que hayan sido sus acciones en vida.  Es entonces cuando en la República Dominicana, al recién fallecido se le rinde un no siempre merecido homenaje póstumo, consistente en inmortalizar su nombre, asignándoselo a una calle, a una escuela o cualquier otra institución. Luego, en el futuro, vendrán las preguntas sin respuestas:

¿Por qué se le asignó ese nombre? ¿Quién fue esa persona?  ¿Qué hizo? ¿Cuáles fueron sus extraordinarios aportes en bien del desarrollo educativo, social, científico y cultural   del país o de la comunidad en la que su nombre se exhibe de manera eterna?

En Moca, por ejemplo, hay un liceo que se llama “Eladio Peña de la Rosa”. ¿Quién fue este profesor? ¿Qué vínculos tuvo con el pueblo mocano? Absolutamente ningún tipo de relación.

Eladio Peña de la Rosa fue un profesor que el 27 de octubre de 1969 murió, herido de bala, en un incidente ocurrido en horas de la noche en el Liceo Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, en el momento en que aquí se celebraba una reunión de estudiantes. La muerte violenta del educador conmovió la conciencia nacional y  motivó protesta en todo el país. Eso fue más que suficiente para que hoy tres liceos: uno en Moca, otro en Barahona y un tercero en la capital, lleven su nombre, esto es, se honró la memoria de alguien, no necesariamente por la magnitud de sus hechos en vida, sino por el impacto que generó su muerte.

En Licey al Medio existe otra escuela que lleva el nombre de un dirigente estudiantil nativo de este municipio, asesinado en 1970 por la policía, en Moca, en cuyo liceo vespertino recién fundado, “Eladio Peña de la Rosa”, estudiaba.  En su entierro, los agentes del orden (policía balaguerista)  mataron a otros dos estudiantes.

¿Por qué le asignaron el nombre del dirigente estudiantil al precitado centro docente? Sencillamente por la forma trágica en que se produjo su deceso, así como por el malestar general, la ira popular y el impacto emocional que este hecho originó a nivel nacional; pero especialmente en los pueblos del Cibao.

Independientemente de los méritos que tanto el educador como el estudiante antes referidos pudieran tener, la medida de inmortalizar sus nombres es susceptible de cuestionamientos por cuanto en las respectivas comunidades existían, en ese momento, y aún existen, educadores con méritos más que suficientes para recibir este homenaje. Porque, ¿cómo es posible que a un liceo de Moca lo llamaran  “Eladio Peña de la Rosa”, en un momento en que en este municipio  no existía un centro educativo que llevara el nombre de  insignes educadores  vinculados a la llamada Villa del Viaducto, como fueron, entre otros,  Aurora Tavares Belliard y Aída Cartagena Portalatín?

Debe quedar claro que no por haber trabajado en una escuela, un maestro merece que esta lleve su nombre. Para merecer esta distinción, ese maestro tuvo que haber realizado aportes trascendentes o extraordinarios que hayan contribuido al desarrollo social, educativo, científico y cultural.  A nadie se le debe otorgar distinciones excepcionales o extraordinarias por ejecutar acciones normales u ordinarias. Juan Marichal, Pedro Martínez y Vladimir Guerrero, nuestros héroes deportivos, fueron exaltados  al Salón de la Fama del beisbol grande, no simplemente por jugar en las grandes ligas, sino porque sus números, trayectorias  comportamientos, dentro y fuera del  terreno de juego, fueron extraordinarios.

Con los nombres de las calles sucede lo mismo.

En nuestro país sobran los héroes y dominicanos ilustres, tales como  patriotas, escritores, filántropos, educadores, investigadores, líderes religiosos, sindicales, etc.; pero, a pesar de eso, las principales calles y   avenidas de la capital dominicana aparecen identificadas con nombres como los  de Abrahán Lincoln, George Washington, John F. Kennedy, Winston Churchill, Charles Summer, José Ortega y Gasset, Charles de Gaulle, Albert Thomas, Tiradentes (nombre de José Joaquín da Silva Xavier, prócer de la independencia de Brasil) y otros extranjeros que honestamente  no sé qué hicieron en bien de la nación dominicana.   

Específicamente sobre John F. Kennedy, el acucioso historiador Bernardo Vega ha objetado el hecho de que el exmandatario estadounidense ostente la denominación de la transitada vía, por cuanto en archivos oficiales de Washington descubrió negociaciones y actitudes perjudiciales al pueblo dominicano que en determinados momentos de su gestión observó dicho mandatario.

En Santiago existe un sector llamado Urbanización Real. La mayoría de sus calles llevan nombres de la realeza inglesa o española. Entre estas, merecen citarse: las calles  Princesa Margarita, Príncipe Carlos, Príncipe Alberto, Princesa Diana, Reina Sofía… ¿Existe una sola razón que justifique tan risible y cómica medida? ¿Cómo es posible que un ayuntamiento apruebe semejante desatino, fiel ejemplo de esa aldeana alcahuetería que tanto nos caracteriza?

Pero no solo eso. En la Ciudad Corazón es fácil encontrar vías con los nombres de Cuba, Puerto Rico, Ponce, México, Italia, España, República de Israel y de otras naciones. Esto, cuando no por agradecimiento, podría argumentarse que se debe al hecho de resaltar las buenas relaciones que deben existir entre los pueblos. De ser así, debe entonces primar la reciprocidad, esto es, esos vínculos armónicos que quizás se intenta proyectar, deben ser el resultado de un sentimiento de doble vía. Merced a este juicio, valdría preguntarse: ¿Existe en algunos de los países precitados una calle que lleve el nombre de República Dominicana?

Pero no solo lo antes expresado. El caso se torna mucho más grave y preocupante aún, cuando los ayuntamientos y el Congreso Nacional autorizan el cambio del nombre de un héroe nacional o de un ciudadano de luminosa y merecidísima trayectoria, por el de una persona sin ejecutorias comunitarias relevantes o que muy poco ha aportado a la sociedad. También cuando de repente se decide cambiar el nombre de una institución, asignándole uno nuevo y sustituyéndolo por el viejo nombre que ya forma parte de tradición, se ha convertido en un símbolo histórico y está sólidamente grabado en la conciencia colectiva de la comunidad. Por esa razón, no resulta extraño que esa colectividad, en cuya conciencia yace atada la antigua denominación, continúe usando esta y rechace por completo la nueva que se intenta implantar. Y por esa razón, nadie, absolutamente nadie, llama Johnny Pacheco (nuevo nombre) al Gran Teatro del Cibao ni José Francisco Peña Gómez (nuevo nombre) al Aeropuerto Internacional de las Américas.

Por último, siempre he considerado que debe existir una estrecha relación entre la actividad que se realiza en una determinada institución y aquella en que se destacó el ser que lleva el nombre de esta. Porque, ¿cómo es posible que se identifique un centro de salud con el nombre de «Prof. Juan Bosch» y un centro docente con el de «General Gregorio Luperón?»

Los nombres de calles, escuelas y otras instituciones públicas deben asignarse atendiendo a los mandatos del cerebro, no del corazón.  Las autoridades municipales y nuestros legisladores deberían tomar este asunto más en serio y extremar las exigencias en el momento en que se les someta a su consideración perpetuar un determinado nombre. La redacción de un reglamento, ya que al parecer no existe, que establezca las condiciones que un ciudadano dominicano debe reunir para que su nombre sea inmortalizado, es una tarea que urgentemente la Liga Municipal Dominicana, los ayuntamientos y el Congreso Nacional deberían asumir. Solo así, los dominicanos dejaríamos de rumiar el malestar y la vergüenza que invaden nuestros cerebros cada vez que observamos un nombre de persona colocado en la intersección de una calle o en la parte frontal de una institución oficial.