(Al Ing. Rafael Tomás Hernández Ramos)
Por: Domingo Caba Ramos.
El asesinato del popularísimo líder, considerado por el doctor Joaquín Balaguer (1906-2002) como “el mayor conductor de masas que he conocido”, provocó violentos disturbios y un incontrolable motín popular en todo el territorio colombiano; pero especialmente en la capital, que costó numerosas víctimas y depredaciones.
En torno al histórico acontecimiento, Balaguer, quien junto al poeta, narrador y periodista tamborileño Tomás Hernández Franco, participaba en la precitada Conferencia como delegado, en representación de la República Dominicana, en su libro autobiográfico “Memorias de un cortesano de la Era de Trujillo”, 1998, pág.313, apunta lo siguiente :
« Cuando una hora después descendimos hacia la Plaza Santander, caminando hacia el antiguo Hotel Granada, ya desaparecido, advertimos que las calles empezaban a ser invadidas por multitudes vociferantes que se hacían rápidamente dueñas de la ciudad. Bogotá fue prácticamente saqueada. El palacio de San Carlos, asiento del Ministro de Relaciones Exteriores, había sido convertido en un montón de ruinas. El Palacio del Arzobispado, así como numerosos conventos fueron pastos de las llamas. Hubo un miembro de la Delegación Dominicana, el poeta Tomás Hernández Franco, que se mezcló imprudentemente entre los revoltosos y estuvo a punto de perder la vida arrastrado por la marea de esos tumultos callejeros…»
Como podrá apreciarse, Hernández Franco (1904 -1952), además de testigo y relator, fue también actor en los hechos que conformaron el famoso Bogotazo. Sus impresiones acerca de este histórico acontecimiento están contenidas en un interesantísimo texto – reportaje muy poco conocido en el mundo literario dominicano, cuyo contenido se trascribe a continuación, consciente de su inmenso valor histórico, periodístico y literario:
BOGOTÁ (*)
“Ser colombiano es ser digno del cumplimiento de la más alta función humana”
(Luis de Mesa Neira)
«Eran las 8 de la mañana cuando terminaba de leer un comentario sustantivo del doctor Luis López Mesa, dirigiéndome al Hotel Granada para desayunarme. Bogotá no había querido compartir la aurora y permanecía escondida en el casquete inmenso de la lluvia.
La ciudad vivía sin inmutarse en lo más mínimo bajo el azote de la lluvia pertinaz. ¿Qué más daba un aguacero prolongado, si el agua benéfica hermoseaba la ornamentación caprichosa de sus grandes monumentos, la belleza sugerente de sus carreras y de sus paseos, y ponía en movimiento a millares de autos, tranvías y autobuses que le daban a la metrópolis arrestos de ciudad gigante?
El Hotel Granada era un colmenar. Entraban y salían los forasteros. Eran rostros de hombres que confluían de toda América, y las terrazas y los pasillos y los mil compartimientos constituían sitios propicios a los más diversos cambios de impresiones. Yo abandoné el hotel, y fui de compras por tiendas y por bazares, dejando apartados muchísimos objetos que luego se me enviarían al “Granada”.
Entretanto, el tiempo se iba engullendo las horas. Era ya el mediodía. Seguían moviéndose por la Carretera Sétima, y en la fauces lejanas de la avenida iban perdiéndose el sin fin de transeúntes y carromotores. Yo, regresado a mi hospedaje, había hecho de mi ventana balcón que no dejaba. Desde allí observé, cómo acercándose ya la una, salían de oficinas y de comercios, de fábricas y de bufetes, las lindas bogotanas y los graves caballeros que arrebataban a los golfos “El Espectador”, “El Siglo”, o “El Tiempo”, en tanto que la vocinglería de los radios, bocinas y sirenas multiplicaban la manifestación potente de vida que daba la ciudad bajo la lluvia.
Miré el reloj. Faltaban diez minutos para la una de la tarde, cuando de pronto unas detonaciones de revólver y un caramillo que se hacía casi a mis pies, hacíame volverme rápido hacia poniente: a menos de veinte codos yacía el Dr. Jorge Eliécer Gaitán, a quien había visto dejar su bufete en asocio de Plinio Mendoza Neira y de otras relevantes figuras del liberalismo colombiano, para dirigirse a un restaurant a hacer del buen yantar un motivo para continuar la ininterrumpida charla política.
Disparar sobre Gaitán y manifestarse a plenitud el corazón de la ciudad hecho ansiedad y confusión demoledora, fue uno. No pude distinguir más que el peso avasallador de la multitud enardecida: eran mujeres y eran hombres; eran chicos y eran viejos, todos con los rostros crispados, los brazos en altos, los puños amenazantes, convergiendo hacia el sitio de la tragedia, volcando autos y derribando tranvías, destruyendo ventanas e incendiando edificios. Era un ciclón colosal, sin nombre, inenarrable, del que no destacó más que, en un instante dado, segundos después de los disparos hechos al ídolo del liberalismo colombiano, que un muchacho alto, rubio, vigoroso que gritaba a voz en cuello : ¡Viva la revolución! ¡Abajo la Panamericana!, y tras él seguía la multitud enfebrecida, delirante, desenfrenada, destruyendo, destruyendo y destruyendo con fervor implacable y salvaje.
La tromba humana seguía atropellando. Por todas partes oíanse, disparos, descargas de metralla, llamas, caras siniestras, ruidos disímiles e ininterrumpidos y lluvia. La lluvia continuaba más fuerte, más inclemente que nunca. Bogotá era un remolino de pasiones desbordadas. «Mataron a Gaitán!, se oía decir a veces, y hombres y mujeres inundados en llanto y en cólera continuaban su marcha sin reposo y su acción destructora. Yo fui absorbido por aquella tromba humana y salvaje. Me olvidé de mi condición de diplomático. ¿Quién iba a saberlo? Yo tampoco lo sabía. Lo había olvidado. Yo no era yo. Era un ion perdido entre aquel maremágnum incontrolable.
Había dejado mi hotel y quise avanzar sin saber a dónde, ni por qué. Me empujaba una fuerza ciega, como ciega era aquella ola embravecida y apasionada que se olvidó de la lluvia, del trabajo, de la amistad y hasta de Dios. Caminé. Dí unos pasos. Retrocedí. Caí cien veces y otras tantas me levantó el grupo que pateaba y vociferaba, que disparaba tiros y blandía cuchillos y maderos, que lanzaba piedras y recibía ráfagas de metralla y lluvia de granadas y de gases lacrimógenos. En un momento dado, cuando había peleado yo con aquella masa anónima, arrebaté un rifle a un policía y avancé, disparando, haciendo fuego a diestro y siniestro, quebrando a culatazo a quien se me oponía. No sé cómo no me mataron. Yo continuaba ebrio de rabia y de locura, llegando a las cercanías de la antañona iglesia de San Fernando que ya no era más que un hacinamiento de ruinas humeantes.
El agua continuaba cayendo a cántaros. Serían ya las cinco de la tarde, y el combate continuaba. Estaba yo en las vecindades del Capitolio y a mis pies, casi, cayeron, barridos por el plomo vomitado por la riflería, quién sabe cuántos hombres. Paré un instante. Por un décimo de segundo me hice la pregunta de por qué estaba allí, en medio del peligro, cuando un machetazo despegaba la cabeza a un muchacho que gritaba casi a mi diestra. Entonces me acerqué a un muro, casi en el momento en que un poste ornamental caía arrancado de cuajo por un grupo rabioso que inundaba la plaza.
Alguien me habló. No sé qué me dijo. No pude avanzar más. No supe qué fue de mí. Había perdido el conocimiento. Se había hecho la sombra en mi cerebro. Yo no era yo. ¿Era cierto cuanto estaba viendo? A las ocho de la noche, la batahola sin nombre entraba a su término. Amainaba un poco. No así los incendios que seguían consumiendo manzanas enteras. Treinta y cinco edificios inmensos estaban hechos pavesas y no sé cuántos centenares de pequeñas edificaciones, barriadas enteras habían corrido igual suerte. Bogotá estaba en escombros.
Ocho horas habían bastado para quebrar todo el encanto de aquella urbe magnífica y orgullosa que se había convertido en el asiento de todo un continente. Ocho horas de furia humana, llegada a los extremos más inexplicables, había sido suficientes para producir una catástrofe que no la habría hecho mayor un terremoto ni un ciclón. Ocho horas de fuego, de lanzamientos de gases y de combate cuerpo a cuerpo en mil sitios distintos al mismo tiempo, botaron a la Atenas de América con su tradición de civilización helena gaya maestría y su belleza y modernidad no igualada a mil leguas a la redonda. Bogotá era esa noche un hacinamiento humeante.
Y no había sido pesadilla todo aquello. Era la visión directa de aquella gran tragedia, cuando todo un pueblo se arrancó furioso a Dios y se convirtió en bestia incontrolada e indómita, dejando lejos, perdida como epitafio a lo que Bogotá y Colombia habían sido, la frase de López de Mesa:
“Ser colombiano es ser digno del cumplimiento de la más alta función humana”»
(*) - Este texto, escrito por Hernández Franco tres semanas después de ocurrido el hecho que se relata, permaneció inédito hasta 1990, año en que lo publiqué en el periódico La Información, de Santiago. Años más tarde, el 28 de mayo del 2003, fue publicado en la edición especial del suplemento literario “Biblioteca” (Listín Diario), dirigido por el escritor y exministro de Cultura, José Rafael Lantigua. A partir de esta fecha ha sido publicado en otros medios, entre estos, la revista literaria Mythos , julio 2010. : https://issuu.com/revistamythos/docs/mythos_46 (D.C.).