Por: Domingo Caba Ramos
Posiblemente no exista otro miedo más natural y generalizado en el mundo, que el miedo a la muerte. Pensar en el fin de nuestra existencia o de que un día abandonaremos para siempre el mundo de los vivos y a nuestros seres queridos es algo normal, natural e inevitable. Negar la angustia que genera la proximidad de la muerte sería lo mismo que rechazar nuestra condición de ser humano.
Lo que no es normal es el miedo exagerado, el pánico irracional y la crisis de ansiedad, con evidentes signos depresivos, que nos produce la idea de la muerte. En tal caso el individuo estaría afectado por la fobia mejor conocida con el nombre de tanatofobia, término que en su más amplia acepción se define como un persistente, anormal, obsesivo e injustificado miedo a la muerte o a morir.
En el ser tanatofóbico, la idea de la muerte yace viva o fija en su cerebro. Tal idea lo persigue, lo acorrala, lo atrapa en todo momento y no lo deja vivir. Mas que disfrutar un presente vital, los tanatofóbicos viven para pensar en un futuro mortal. Semejante postura existencial, al mismo tiempo que le genera disturbios orgánicos y mentales, lo transforma en entes angustiados, ansiosos y depresivos.
“En general, nadie quiere morir, pero eso es algo natural- señala Antonio Cano, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés (SEAS). Todos tenemos que afrontar la muerte. El problema es que algunas personas se obsesionan con la idea de que van a morir, tienen una existencia muy desgraciada y desarrollan un trastorno mental”.
Asociada a la tanatofobia se encuentra otra fobia no menos perturbadora: la gerascofobia o el miedo extremo e irracional a envejecer. Quienes la padecen, viven en crisis permanente. Entienden que en la medida en que los años pasan, más se acercan al fin de su existencia. Siempre viven preguntando la edad del otro y si pudieran detener el tiempo lo detuvieran con tal de preservar la “eterna juventud”. Su fecha natalicia, más que de regocijo por haber cumplido un año más de vida, se traduce en una fecha maldita, de tormento y amargura.
Esa es la situación de mi tío Buro.
Desde que cumplió los sesenta años de vida, la idea de la muerte se ha congelado en su mente y no desperdicia oportunidades para hablar con amargura, dolor, impotencia y hasta con rabia acerca de esta y de todo lo relacionado a la edad, pero muy especialmente acerca de la vejez y la ancianidad.
Para mi afligido tío, la vida promedio de los dominicanos termina a los setenta años, y cuando más, a los setenta y cinco. Como él ya cumplió sesenta y seis, entonces entiende o está seguro que apenas le restan cuatro o nueve años de vida, o que muy pronto su cuerpo estará postrado al pie del sepulcro. Este pensamiento latente origina en él un dolor recurrente que le oprime la conciencia y origina que la vejez y la muerte sean temas obligados de su conversación, muy especialmente cuando se encuentra bajo los efectos del alcohol, momento en que las ideas reprimidas en el subconsciente fluyen con libertad y vuelan como alegres mariposas.
Cuando un amigo o relacionado fallece, lo primero que hace es preguntar cuántos años tenía. Si le contestan que más de setenta y menos de setenta y cinco, su lamento de doloroso y execrable acento no se hará esperar: « Malditos setentas…»
Y cuando de repente se encuentra con el amigo que hacía años no veía, si este es ya un setentón, a ese amigo, no importa quien sea, siempre lo encontrará «feo y acabado»
No sabemos qué será de mi tío Buro cuando apenas le falten meses para cumplir los setenta años de edad. Quizás convenga entonces recomendarle buscar ayuda sicológica o hacer suyo el ideal de la felicidad planteado por los filósofos epicureístas, quienes afirman que: «No hay motivo para temer a la muerte, porque ella no nos pertenece: mientras vivimos, la muerte no está presente, y cuando está presente nosotros ya no estamos»
viernes, 22 de mayo de 2015
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