jueves, 28 de julio de 2022

EL EXTRAÑO LLANTO DEL COMPAY REJO


Por : Domingo Caba Ramos


«- ¡No llore, Compay Rejo, por favor, no llore!»

 El mandato, de implorante y casi plañidero acento, se escuchó más de una vez entre los tertulianos:

 «- ¡No llore, Compay Rejo, por favor, no llore!» 

 Pero el hombre continuaba llorando…

 En el momento en que el hecho se desarrollaba, una quietud general reinaba en cada uno de los espacios del ambiente campestre. Las ramas de los árboles apenas se movían. Del sol solo se percibía una imagen tenue de la luz crepuscular que cual extensa alfombra amarillenta se explayaba en el lejano horizonte. Los grillos comenzaban a entonar su nocturno y sinfónico concierto y, debajo de las ramas, una anciana gallina realizaba inútiles esfuerzos por ascender al “palo” que le serviría de lecho.

En el vecindario, todo era paz, calma, tranquilidad. Cuando el reloj las siete marcó, ya ellos, como era su diaria costumbre, estaban reunidos, listos para dar inicio a una más de sus habituales tertulias. En la “enramá”, ahí estaban ellos: Yeyo, Doroteo, doña Vira, Buro y el Compay Rejo.

 En la reunión, no había tema que quedara fuera de la agenda, esto es, se abordaban desde asuntos comunitarios, políticos, deportivos, económicos, etc., hasta culminar con los chismes del momento. Sin embargo, lo que más salero o sazón les imprimía a esos nocturnos encuentros eran los chistes picantes o de doble sentido, matizados casi siempre de rojiza tonalidad contados con incomparable gracias por doña Vira. Chistes que entre los tertulianos gustaban bastante, no solo por su hilarante y jocoso contenido, sino por la risa estridente que, como expresión de autocelebración, emitía su relatora al terminar de contarlos.

 Todos celebraban, hasta casi desmayarse, los cuentos de doña Vira, muy especialmente Yeyo y el Compay Rejo, los cuales no bien terminaban de escucharlos, estallaban en imparables carcajadas, al mismo tiempo que dejaban caer hacia atrás sus cuerpos, no sin antes levantar sus sucios pies descalzos.

 Pero esa noche, inexplicablemente, algo inusual parecía ocurrirle al Compay Rejo. Nada lograba despertarle su fino sentido del humor. De ahí que mientras los demás reían sin parar, después de escuchar lo último de doña Vira, él, por el contrario, lucía inquieto, preocupado, reflexivo, en completo silencio. Y cuando sus amigos, por fin, terminaron de reír, aquel hombre, de manera extraña y repentina, estalló en llanto. Un llanto inesperado, sorpresivo, que no tardó en concitar el asombro de todos los allí presentes.

 Todos quedaron pasmados, absortos, boquiabiertos. Y es que al Compay Rejo nadie, absolutamente nadie, lo había visto llorar, ni siquiera en momentos tan dolorosos como aquellos en que fallecieron algunos de sus más queridos y cercanos parientes.

Yeyo, por el impacto, apenas cerraba la boca. Le resulta difícil creer lo que en ese instante veía y escuchaba. Amigo de infancia del Compay Rejo, de los ojos de este, nunca le había visto salir una sola lágrima. Por eso no paraba de mirarlo. Una mirada, cruzada con la de doña Vira, en la que se mezclaban la sorpresa, la preocupación y la ironía.

«-¿Qué le parece vale Doro? Y yo que creía que los ojos del Compay Rejo solo estaban ahí para ver y dormir, pero jamás para llorar ni botar lágrimas. Y mire ahora… ¡Carajo!, lo último no se ha visto…»

Doroteo no contestó. Momentáneamente prefirió guardar silencio, mientras sus dedos acariciaban suavemente el borde delantero del viejo sombrero de guano y de anchas alas que cubría su canosa cabeza. Intentó hablar, pero al ver a su amigo bañado en lágrimas, bajó la cabeza y calló.

 Buro tampoco hablaba, solo observaba. En ningún momento articuló palabras. Con los pocos dientes que aún le quedaban sostenía el cachimbo, tomaba un trago de café y sonreía. Así era este raro personaje: frío, indiferente, calculador, un auténtico estoico a quien nada ni nadie le robaba el sueño.

El canto de los grillos se percibía cada vez más armónico y compacto, en tanto que la vieja amapola, cual guardiana del bosque, lucía cada vez más imponente. Hacia ella dirigió el vale Doro su mirada, como si tratara de obtener del simbólico y grandioso árbol la explicación que tanto deseaban sobre el caso que ocupaba su atención.

 «- Así es mano Yeyo. Yo también toy sorprendió. Lo mihmo pensaba yo» -, contestó Doro minutos después, de manera lacónica y casi para sí.

 Así, más de una vez, se ha contado la historia; pero la historia, vale aclararlo, no es como como la cuentan. El error de quienes cuentan la historia consiste en contarla como si realmente el Compay Rejo comenzó a llorar después de escuchar el último chiste de doña Vira. Y no fue así.

 Terminado el relato, los demás integrantes de la tertulia empezaron de inmediato a reír, no así el Compay Rejo, cuya risa inició cuando las de los demás habían terminado. Y tan sentida, efusiva y prolongada fue su carcajada, que, más que eso, parecía un interminable, desesperado e incontrolable llanto, tanto que no obstante aclarado el caso, aún parece escucharse el mandato, de implorante y casi plañidero acento:

 « - ¡No llore, Compay Rejo, por favor, no llore!»