sábado, 29 de diciembre de 2012

LA ENSEÑANZA DE LA LITERATURA Y EL ALTO COSTO DE LAS OBRAS LITERARIAS.

Por: Domingo Caba Ramos.

 “El hábito y el amor a la lectura literaria forman la mejor llave que podemos entregar al niño para abrirle el mundo de la cultura universal”. 

 (Pedro Henríquez Ureña)

 Casi todos los tratadistas en la materia, y nuestra práctica docente así lo confirma, coinciden en postular que el modo más efectivo de enseñar literatura consiste en poner al alumno en contacto directo y constante con el texto literario.

“La literatura-apunta José Romera Castillo - es un instrumento válido en la formación de los individuos porque se proyecta sobre la problemática vital de estos, sirve para transformar la realidad y, a la vez, es instrumento de goce y placer” (Didáctica de la Lengua y la Literatura, 1979, pág. 145).

Y en lo que respecta a las metas que se persiguen con su enseñanza, el connotado metodólogo y crítico literario español plantea que con la literatura se pueden conseguir, entre otros objetivos:

 a) Incrementar la capacidad de observación, reflexión, análisis, crítica y comunicación, para conseguir que el docente no sea un autómata, sino dueño de sí mismo.

 b) Conocer para comprender mejor el pensamiento ajeno y, así, ejercitar el suyo.

 c) Utilizar mejor el lenguaje, teniendo los textos literarios como espejo en donde mirarse.

 d) Proporcionar hábitos críticos sobre todo con el comentario de textos.

 e) Iniciar a los alumnos en la escritura creadora, es decir, en la manifestación de sus pensamientos y sentimientos para desarrollar la capacidad creativa. 

Nótese la gran importancia que en cada uno de los objetivos propuestos confiere el autor a la práctica de la lectura, análisis y crítica de obras literarias. Y es que el máximo propósito de todo programa, clase o curso de literatura debe estar dirigido a desarrollar la capacidad creativa, de análisis y el espíritu crítico del educando, de tal manera que este cuente con las habilidades necesarias que le permitan descubrir los valores estéticos, así como desentrañar las ideas, mensaje o sentido profundo de un texto literario.

 Para que dicho propósito se materialice, Romera Castillo entiende que “el papel del profesor se ha de invertir al tradicional. El docente será un orientador, un sembrador de semillas, no un señor feudal. Sus conocimientos, por mucho que sepa, son débiles, para basar en ellos su autoridad o una autoridad de saberlo todo que raya más con la magia que con la ciencia”. (ob. cit., pág. 147).

 Solo así el estudiante encontrará sentido a la clase de literatura. Solo así el profesor logrará vencer o desterrar, como bien lo aconsejaba el ilustre poeta Antonio Machado, “la solemne tristeza de las aulas”.

Nuestro gran maestro y lingüista, Pedro Henríquez Ureña, en un enjundioso trabajo titulado “Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común”, formula al respecto la siguiente pregunta: ¿Cómo habremos entonces de enseñar literatura en nuestras escuelas secundarias? Y acto seguido responde:

“Del único modo posible: poniendo al estudiante en contacto con grandes obras. En nuestros pueblos de la América española esta manera de enseñanza demanda gran atención del profesor: hay que acostumbrar al estudiante a leer mucho y hay que comprobar que lee; hay que habituarlo a la lectura de obras difíciles, allanándole la vía con explicaciones y aclaraciones de orden histórico y lingüístico, pero también haciéndole comprender que nada de sólido y duradero se alcanza sin trabajo”. (Tomado de la Revista Scritura, del Departamento de Letras de la UASD, No. 2, 1981. pág.137)

 Sabemos que en el sistema educativo dominicano resulta mucho más que difícil cumplir estrictamente con estos principios metodológicos. La razón es bastante sencilla: muchas, por no decir la mayoría, de esas grandes obras que atinadamente recomienda leer el hijo mayor de Salomé Ureña no aparecen en las librerías, muy especialmente en las ubicadas fuera de la capital del país, y cuando aparecen, sus precios son tan altos que ningún estudiante de escasos recursos económicos estaría en condición de comprarlas.

 En Santiago, por ejemplo, no hay para qué buscar, entre otras, obras tan brillantes en su género como la tragicomedia M’hijo el dotor, del dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez; El señor presidente, del narrador guatemalteco Miguel Ángel Asturias; Los gobernadores del rocío, del novelista haitiano Jacques Roumain; Lavorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, y Solo cenizas hallarás, del destacado narrador dominicano, Pedro Vergés. Y si usted pregunta cuántos cuestan, por ejemplos, obras maestras como Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez o Los hermanos Karamasov, del novelista ruso Fedor Dostoievski, le responderán que RD$775 la primera y RD$675 la segunda.

 Ante tan adversa realidad, al profesor de literatura no le queda otro camino que apelar a la poco recomendada práctica del fragmentarismo, la que si bien tiene su importancia, toda vez que un fragmento, llámese este capítulo, estrofa, acto, etc., puede despertar el interés por el contenido total de la obra, tiene de negativo que impide al alumno formarse sobre esta, esa visión general que sólo se logra con la lectura completa del texto literario.

Ahora que ya el 4% del PIB para la educación se pondrá en ejecución, se impone, pues, la necesidad de que el Estado Dominicano, a través del Ministerio de Educación, implemente una política cultural tendente a abaratar los precios de las obras literarias, de manera que el verbalismo expositivo no cubra todo el tiempo en que se desarrolla la acción docente, y la enseñanza de la literatura resulte, en consecuencia, más activa, dinámica, significativa y, sobre todo, placentera.