sábado, 6 de septiembre de 2014

AL SAMÁN DE TAMBORIL (*)

Por : Domingo Caba Ramos
 Con esta foto, los samanes históricos de Tamboril, aparece ilustrado el texto del poema. Fue tomada por Tomás H. Franco en 1944.


El Banco Central realizó en 1999 una loable labor de difusión cultural al reunir en siete tomos todos los números publicados de los “Cuadernos Dominicanos de Cultura”, revista literaria cuyo primer número vio la luz pública en septiembre de 1943, y en la cual publicaban sus trabajos (poemas, ensayos, cuentos y obras teatrales) los más destacados representantes de la intelectualidad dominicana de la época.

El consejo de dirección de esa prestigiosa publicación estaba compuesto por Pedro René Contín Aybar, Rafael Díaz Niese, Héctor Inchaustegui Cabral, Emilio Rodríguez Demorizi, Tomás Hernández Franco y Vicente Tolentino Rojas.

 En el tomo primero, cuaderno #7, pág. 529, aparece un singular poema titulado "Al samán de Tamboril”, de afectivo tono y telúrico aliento, en el cual su autor, Gabriel Silveira Leal, eleva un canto de amor al árbol tradicional del pueblo de Tamboril.

 Interesado en obtener información acerca del Gabriel Silveira Leal, consulté las más diversas fuentes; pero en ninguna logré encontrar el dato deseado. Como último recurso se me ocurrió consultar al doctor Mariano Lebrón Saviñón, poeta, médico, ensayista, humanista, y quien fuera uno de los colaboradores distinguidos de los referidos Cuadernos.

 ¿Quien fue Gabriel Silveira Leal?, pregunté a don Mariano, exdirector de la Academia Dominicana de la Lengua y miembro prominente de la Poesía Sorprendida.

 «Silveira Leal jamás existió como persona – me respondió de manera enfática . Su nombre – aclara el Premio Nacional de Literatura ( 1999) - más bien se trató de un seudónimo extrañamente utilizado por Tomás  para firmar algunas de sus composiciones poéticas» Y así,necesariamente, debió ser, por cuanto la foto que ilustra el texto del poema fue tomada por el propio Hernández Franco.

«Tomás - amplía don Mariano -  amaba entrañablemente a su pueblo y , en tal virtud, nos parece sumamente extraño que no identificara con su nombre la autoría de un poema de tan profunda raigambre tamborileña»

 En la explanada frontal de la casa del autor de “Yelidá” (1942), en Tamboril, estaba plantado el famoso árbol que tanto veneraron y que tan gratos recuerdos les trae a todos los habitantes de este pueblo  que hoy superan los setenta años de vida.

Y en cuanto al poema que nos ocupa, “Al samán de Tamboril”,  cuya versión completa aparece al pie de estas notas, Lebrón Saviñón apunta lo siguiente:

«Contín Aybar lo declamaba con mucha frecuencia, le gustaba mucho y fue quien lo presentó a la dirección de los Cuadernos para fines de publicación»

Veamos su contenido:

 «AL SAMAN DE TAMBORIL»
 Gabriel Silveira Leal
Marzo, 1944.

 «No es sino un gran árbol que ha perdido su follaje. Desde mi habitación lo contemplo y envío mis recuerdos a cantarle corros en redor. Este árbol es mi infancia. Este árbol es mi vida. A través de mis andanzas por el mundo ha sido punto de apoyo entre la realidad y el ensueño, entre la tristeza y la paz. Es mi hermano mayor, mi hermano de ambiente, diría, pues, hemos bebido juntos sol, viento y luna y lluvia.

Está en medio del poblado, en la explanada que aísla mi casa de las demás, y donde por el día vienen a jugar los niños al salir de la escuela, y en las noches es asilo de los sueños de los enamorados y bahía donde solitarios anclan meditaciones y esperanzas.

 Es un bello samán, de lucientes hojas, que de repente se han ido a volar, como mis pensamientos.

La vida del pueblo discurre a su vera. Es un patriarca, señero y grave, con austero silencio y ternura umbrosa, corazón de perfume y auras llenas de melodía.

De pequeño, una bala, en una de nuestras revueltas civiles, le hendió el entonces débil tronco. Mi padre, con tierra, grama y flejes, le hizo un vendaje. Ahora la herida no es sino esa gran cicatriz donde algunas veces hace nido un ave y otras, cuelgan su panal las abejas. Yo escondí en ella mis tesoros juveniles, fue mi alcancía, y hoy, ya cansado, con polvos de caminos rápida y largamente recorridos empañándome los ojos, vengo a sonarla en busca de mis haberes, porque ardido de fatigas terrenales, quiero un balance de olvido y de sombras para fabricarme un sueño.

 ¡Viejo samán de mi pueblo, amigo, hermano, yo te saludo! Los niños que te cercan ya pueden ser mis hijos y aún cantan los versos que aromaron mi infancia. Y aquel viejo, taciturno, que descansa el ala de tus pensamientos en tus desnudas ramas, antes de echarlos a andar mundo arriba, mundo abajo, puedo ser yo.

Esperaré al recrecer de tu follaje. Atisbaré la canción de tus venas. Creeré que me nacen, como a ti, renuevos primaverales. Sorprenderé en las pequeñas cosas el vibrar solemne de la vida. Partiré mi pan de esperanzas, y de mi mano comerán sus migajas las volanderas brisas. A otros viajes alimento darán y hasta la muerte, tu noble figura amable presidirá mi existencia.


¡Viejo samán amigo, mi hermano de ambiente, yo te saludo!»

(*) - Reproducido en mi columna "Arcoiris", del periódico La Información, el 8 de julio del 2000.

viernes, 5 de septiembre de 2014

LOS POTROS DEL VOLANTE.


 Por: Domingo Caba Ramos .

“Antropológicamente,  el tránsito se puede usar como un reflejo de la sociedad, o sea, si visitamos un país que no conocemos y quieres tener una idea anticipada de cómo son las personas en esa nación, observa cómo conducen”.

                                   Dr José Dunker ( Siquiatra ) 



  Manejar un vehículo me pareció siempre un acto racional o una acción que sólo una persona o ser dotado de pensamiento podía ejecutarla. ¡Pero cuan equivocado estaba yo! Porque aunque corro el riesgo de faltarles el respeto a los caballos, estoy convencido, y así debo confesarlo, que nuestros potros, potras y yeguas, en nuestro país cuentan también con la privilegiada capacidad de conducir un carro, un camión, una guagual una jeepeta, o una camioneta.

 Aunque hablo de potros, talvez lo más propio y lógico sería llamarlos de otras maneras: mulos, burros, toros, o vaca, por aquello de que el caballo es el animal que más fácil se domestica.

Párese en un punto cualquiera de nuestras calles y carreteras o decida usted mismo ejecutar la heroica hazaña de guiar un vehículo de motor en la República Dominicana, y muy pronto se encontrará con más de uno de estos potrillos o seres de la pradera sentados frente a un volante. Identificarlos resulta sumamente fácil. Los taxistas, camioneros, conductores de jeepetas y guaguas “voladoras”, parecen romper los más complicados records de la imprudencia y mala educación. «Por sus hechos los conoceréis…»

 Veamos: 

a) Las luces direccionales, para ellos, parecen estar despojadas por completo de su comunicadora esencia simbólica, vale decir, no son más que simples adornos. Los giros que estas luces indican ningún mensaje le transmite al desesperado cuadrúpedo que va detrás del conductor que las enciende. 

b) La luz verde del semáforo apenas acaba de hacer acto de presencia, cuando de inmediato se escucha, cual relincho maldito, el grito satánico y permanente de la bocina del potro. Este gemido bestial, en ocasiones se escucha aún cuando se mantiene fija la luz roja en el susodicho aparato electrónico.

 c) El conductor, antes de girar a la izquierda, debe esperar que la flecha del semáforo así lo indique. Detrás, subido en moderna jeepeta, un rumiante vocea, insulta, ladra y activa de manera permanente el escándalo infernal originado por sus potentes bocinas, con el fin de presionar al respetuoso conductor a que realice el giro antes de que aparezca la flecha indicada.

 d) Aquella fresca y dominical tarde de primavera yo subía tranquilamente por la calle Del sol, Santiago ( una vía y” dizque” en preferencia), y embriagado mi espíritu con las románticas y no menos poéticas canciones de José Luís Perales. Cual brioso alazán que inicia loca carrera en el hipódromo, un anciano, sin detenerse en la intersección, cruza dicha calle a toda velocidad. Para no impactarlo, tuve que frenar de repente. El anciano, no conforme con su falta y torpe conducta, se detuvo, y de su boca casi octogenaria emanaron los más contundentes y pestilentes improperios. Jamás en mi vida había conocido un viejo más “malcriado” que el semental de dos patas que aquella fresca y dominical tarde de primavera tuvo a punto de destruir la metálica estructura de mi verde Toyota Camry y expulsarme para siempre de este complicado, pero deseado mundo de los mortales. 

e) La caballerosidad y la cortesía son cualidades que nunca han encontrado espacio en el cerebro primitivo de estos potros conductores. Por eso injurian, desafían, agreden, manipulan armas, cierran el paso y a nadie se lo conceden en situaciones especiales, tengan o no preferencia. 

 f) No hay bocina que suene más que la del vehículo conducido por uno de estos indeseables habitantes del corral. No importa la hora y el lugar. Tocar insistentemente las bocinas, para ellos, más que un placer, se constituye en una desagradable manía. 

 Observe con detenimiento el comportamiento de los conductores que se desplazan en sus vehículos por nuestras calles y carreteras, y usted, como yo, es posible tenga que decir: "Hay un país en el mundo...” llamado República Dominicana donde los potros,  los mulos, los burros y otros sementales también conducen vehículos de motor.

Y posiblemente usted, como yo, tenga que compartir y hacer suyo el juicio del reputado siquiatra y escritor dominicano, Dr. José Dunken, cuando  en uno de sus libros plantea que :

“Antropológicamente,  el tránsito se puede usar como un reflejo de la sociedad, o sea, si visitamos un país que no conocemos y quieres tener una idea anticipada de cómo son las personas en esa nación, observa cómo conducen”.