Por: Domingo Caba Ramos.
«El hábito y el amor a la lectura literaria
forman la mejor llave que podemos entregar al niño para abrirle el mundo de la
cultura universal».
(Pedro Henríquez Ureña)
Casi todos los tratadistas en la
materia, y nuestra práctica docente así lo confirma, coinciden en postular que
el modo más efectivo de enseñar literatura consiste en poner al alumno en
contacto directo y constante con el texto literario.
«La literatura-apunta José Romera Castillo - es un instrumento válido en
la formación de los individuos porque se proyecta sobre la problemática vital
de estos, sirve para transformar la realidad y, a la vez, es instrumento de
goce y placer» (Didáctica de la Lengua y la Literatura, 1979,
pág. 145).
Y en lo que respecta a las metas
que se persiguen con su enseñanza, el connotado metodólogo y crítico literario
español plantea que con la literatura se pueden conseguir, entre otros
objetivos:
a) Incrementar la
capacidad de observación, reflexión, análisis, crítica y comunicación, para
conseguir que el docente no sea un autómata, sino dueño de sí mismo.
b) Conocer para
comprender mejor el pensamiento ajeno y, así, ejercitar el suyo.
c) Utilizar mejor el
lenguaje, teniendo los textos literarios como espejo en donde mirarse.
d) Proporcionar
hábitos críticos sobre todo con el comentario de textos.
e) Iniciar a los
alumnos en la escritura creadora, es decir, en la manifestación de sus
pensamientos y sentimientos para desarrollar la capacidad creativa.
Nótese la gran importancia que en
cada uno de los objetivos propuestos confiere el autor a la práctica de la
lectura, análisis y crítica de obras literarias. Y es que el máximo propósito
de todo programa, clase o curso de literatura debe estar dirigido a desarrollar
la capacidad creativa, de análisis y el espíritu crítico del educando, de tal
manera que este cuente con las habilidades necesarias que le permitan descubrir los valores estéticos,
así como desentrañar las ideas, mensaje o sentido profundo de un texto
literario.
Para que dicho propósito se materialice, Romera Castillo entiende que «…el
papel del profesor se ha de invertir al tradicional. El docente será un
orientador, un sembrador de semillas, no un señor feudal. Sus conocimientos,
por mucho que sepa, son débiles, para basar en ellos su autoridad o una
autoridad de saberlo todo que raya más con la magia que con la ciencia».
(ob. cit., pág. 147).
Solo así el estudiante encontrará
sentido a la clase de literatura. Solo así el profesor logrará vencer o
desterrar, como bien lo aconsejaba el ilustre poeta Antonio Machado, “la solemne tristeza de las aulas”.
Nuestro gran maestro y lingüista, Pedro Henríquez Ureña, en un enjundioso
trabajo titulado «Aspectos de la
enseñanza literaria en la escuela común», formula al respecto la siguiente
pregunta: ¿Cómo habremos entonces de enseñar literatura en nuestras escuelas
secundarias?
Y acto seguido responde:
«Del único modo
posible: poniendo al estudiante en contacto con grandes obras. En nuestros
pueblos de la América española esta manera de enseñanza demanda gran atención
del profesor: hay que acostumbrar al estudiante a leer mucho y hay que
comprobar que lee; hay que habituarlo a la lectura de obras difíciles,
allanándole la vía con explicaciones y aclaraciones de orden histórico y
lingüístico, pero también haciéndole comprender que nada de sólido y duradero se
alcanza sin trabajo». (Tomado de la Revista Scritura, del Departamento de Letras de la UASD,
No. 2, 1981. pág.137)
Sabemos que en el sistema
educativo dominicano resulta mucho más que difícil cumplir estrictamente con
estos principios metodológicos. La razón es bastante sencilla: muchas, por no
decir la mayoría de las obras maestras
de la litera dominicana, hispanoamericana y universal que sabiamente recomienda
leer el hijo mayor de Salomé Ureña, no aparecen en las librerías, muy
especialmente en las ubicadas fuera de la ciudad capital, y cuando aparecen,
sus precios son tan altos que ningún estudiante de escasos recursos económicos
estaría en condición de comprarlas.
Ante tan adversa realidad, al
profesor de literatura no le queda otro camino que apelar a la poco recomendada
práctica del fragmentarismo, la que si bien tiene su importancia, toda vez que
un fragmento, llámese este capítulo, estrofa, acto, etc., puede despertar el
interés por el contenido total de la obra, tiene de negativo que impide al
alumno formarse sobre esta, esa visión general que sólo se logra con la lectura
completa del texto literario.
Ahora que ya el 4% del PIB para la educación se está ejecutando, se impone,
pues, la necesidad de que el Estado Dominicano, a través del Ministerio de
Educación, implemente una política cultural tendente a abaratar los precios de
las obras literarias o facilitar su adquisición, de manera que el verbalismo expositivo no cubra
todo el tiempo en que se desarrolla la acción docente, y la enseñanza de la
literatura resulte, en consecuencia, más activa, dinámica, significativa y,
sobre todo, placentera.
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