Por: Domingo Caba Ramos
El consejo de dirección de esa prestigiosa publicación estaba compuesto por Pedro René Contín Aybar, Rafael Díaz Niese, Héctor Inchaustegui Cabral, Emilio Rodríguez Demorizi, Tomás Hernández Franco y Vicente Tolentino Rojas.
En el tomo primero, cuaderno #7, pág. 529, aparece un singular poema titulado Al samán de Tamboril, de afectivo tono y telúrico aliento, en el cual su autor, Gabriel Silveira Leal, eleva un canto de amor al árbol tradicional del pueblo de Tamboril.
¿Quien fue Gabriel Silveira Leal?, pregunté a don Mariano, exdirector de
la Academia Dominicana de la Lengua y miembro prominente de la Poesía
Sorprendida.
«Silveira Leal jamás existió como persona – me
respondió de manera enfática. Su nombre – aclara el
Premio Nacional de Literatura (1999) - más bien se trató de un
seudónimo extrañamente utilizado por Tomás (Tomás Hernández Franco – 1904 - 1952) para firmar algunas de sus composiciones
poéticas. Tomás amaba entrañablemente a su pueblo, Tamboril y, en tal
virtud, nos parece sumamente extraño que no identificara con su nombre la
autoría de un poema de tan profunda raigambre tamborileña»
Y en cuanto al poema que nos ocupa, Al samán de Tamboril, cuya versión completa aparece
al pie de estas notas, Lebrón Saviñón apunta lo siguiente:
«Contín Aybar lo declamaba con mucha
frecuencia, le gustaba mucho y fue quien lo presentó a la dirección de los
Cuadernos para fines de publicación»
AL SAMAN DE TAMBORIL
«No es sino un gran árbol que ha perdido su follaje. Desde mi habitación lo
contemplo y envío mis recuerdos a cantarle corros en redor. Este árbol es mi
infancia. Este árbol es mi vida. A través de mis andanzas por el mundo ha sido
punto de apoyo entre la realidad y el ensueño, entre la tristeza y la paz. Es
mi hermano mayor, mi hermano de ambiente, diría, pues, hemos bebido juntos sol,
viento y luna y lluvia.
Está en medio del poblado, en la explanada que aísla mi casa de las demás, y
donde por el día vienen a jugar los niños al salir de la escuela, y en las
noches es asilo de los sueños de los enamorados y bahía donde solitarios anclan
meditaciones y esperanzas.
Es un bello samán, de lucientes hojas, que de repente se han ido a volar, como
mis pensamientos.
La vida del pueblo discurre a su vera. Es un patriarca, señero y grave, con
austero silencio y ternura umbrosa, corazón de perfume y auras llenas de
melodía.
De pequeño, una bala, en una de nuestras revueltas civiles, le hendió el
entonces débil tronco. Mi padre, con tierra, grama y flejes, le hizo un
vendaje. Ahora la herida no es sino esa gran cicatriz donde algunas veces hace
nido un ave y otras, cuelgan su panal las abejas. Yo escondí en ella mis
tesoros juveniles, fue mi alcancía, y hoy, ya cansado, con polvos de caminos
rápida y largamente recorridos empañándome los ojos, vengo a sonarla en busca
de mis haberes, porque ardido de fatigas terrenales, quiero un balance de
olvido y de sombras para fabricarme un sueño.
¡Viejo samán de mi pueblo, amigo, hermano, yo te saludo! Los niños que te
cercan ya pueden ser mis hijos y aún cantan los versos que aromaron mi infancia.
Y aquel viejo, taciturno, que descansa el ala de tus pensamientos en tus
desnudas ramas, antes de echarlos a andar mundo arriba, mundo abajo, puedo ser
yo.
Esperaré al recrecer de tu follaje. Atisbaré la canción de tus venas. Creeré
que me nacen, como a ti, renuevos primaverales. Sorprenderé en las pequeñas
cosas el vibrar solemne de la vida. Partiré mi pan de esperanzas, y de mi mano
comerán sus migajas las volanderas brisas. A otros viajes alimento darán y
hasta la muerte, tu noble figura amable presidirá mi existencia.»
Gabriel Silveira Leal
(Marzo, 1944)
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