Alexis Díaz - Pimienta y Marcelo Díáz - Pimienta
(Por su indiscutible valor literario, elegíaco, humano y fraternal que su contenido entraña, acojo como invitado el texto que a continuación se transcribe, del destacado poeta y escritor cubano, Alexis Díaz-Pimienta. DCabaR)
Por:
Alexis Díaz Pimienta (*)
Diciembre, 20/2017
¡Y pensar
que no podremos
jamás volver a la infancia!
jamás volver a la infancia!
«Desde que
tengo uso de razón, desde que yo me acuerdo, he estado siempre con mi hermano
Marcelo, el otro poeta de la familia, el otro repentista. En los años 70 y 80 a
mucha gente le parecíamos gemelos porque, aunque yo le llevaba dos años,
Marcelo siempre fue alto y fuerte, así que teníamos la misma estatura y usábamos
la misma talla de ropas y zapatos. Durante nuestra infancia, Marcelo y yo
compartíamos todo: ropas, calzado, décimas, vida, juegos, broncas, viajes,
platos de comida, platós televisivos, décimas otra vez, siempre décimas.
Desde que
tengo uso de razón mi hermano ha estado ahí, en la misma mesa y el mismo
sofá-cama, en el mismo escenario y el mismo camerino, o al otro lado del
teléfono, o en la sala y el patio de alguna de nuestras tantas casas
familiares, en la Isla de la Juventud, en San Miguel del Padrón, en su querido
Luyanó de los últimos años. Siempre Marcelo, siempre Ichito, el otro poeta,
ahí, conmigo. Compañero de versos y de anécdotas, de borracheras y de
controversias encendidas. Pero ya no. Ahora no. Desde el 13 de diciembre de
2017 ya nunca más Marcelo.
Mi
hermano Marcelo, mi otro yo, mi perfecto partenaire poético, se ha ido
para siempre y dudo que otros entiendan (o que yo sea capaz de expresar) cómo
me siento, el vacío tan grande que deja en mi vida. Me jode incluso imaginar
que tal vez no lo supo, que tal vez nunca supo cuánto lo quería y lo admiraba y
lo necesitaba; tal vez no se lo dije, convencido de las absurdas obviedades;
tal vez incluso Marcelo pensaba que el importante era yo, el famoso Alexis, el
hermano poeta, y ya ven, no han pasado ni cinco días desde su entierro y aquí
sigo yo, desorientado, intentando ordenar mi vida sin Marcelo, aceptando que ya
nunca más me gritará desde el público «¡caballo!», que ya nunca más dirá al que
esté a su lado mientras yo improviso, «¡qué bestia!, ¡qué animal!”, emocionado
por algún hallazgo.
No diré
que es injusto que se haya ido tan pronto (que lo es, y mucho); no diré que es
muy triste y lacerante para todos nosotros (que estamos destrozados). Diré lo
mismo que dije cuando murió mi hermana Caridad, hace unos años, parafraseando a
Naborí cuando perdió a su hijo Noel con solo cuatro añitos: “esto es un
disparate de la naturaleza”. Por suerte, Marcelo sembró tanto, en tanta gente
diferente, que será imposible no recordarlo y honrar su memoria agradeciendo
todo lo que dio, todo lo que nos enseñó sin proponérselo.
A mí, su
compañero de juegos poéticos y juergas artísticas desde que ambos teníamos uso
de razón (no recuerdo ningún momento de juegos infantiles con Marcelo que no
esté asociado a la décima y al repentismo), me enseñó mucho, muchísimo, largas
lecciones de humildad y militancia insobornable en el amor a la poesía; y ahora
solo me queda recordarlo en voz alta (improvisando) y poner sobre papel su
vida, para que no olvidemos nunca cómo fue Marcelo, el otro poeta, como es y
debe seguir siendo para todos nosotros.
Muchas
veces sonaba el teléfono de madrugada, a las 3 de la mañana o 3 y media, y era
él; o muy temprano en la mañana, a las 6 o 6 y media, y era él. Yo siempre
sabía que era él, Marcelo. Pero lo sorprendente no era la llamada, sino el
contenido de la conversación telefónica.
Llamaba
porque tenía alguna duda gramatical o etimológica, porque quería saber si una
palabra se acentuaba o no, o si llevaba h o no, o si había sinalefa o no había
sinalefa en ciertos versos. Yo evacuaba sus dudas, pero lo que me emocionaba
era imaginar el entorno y el contexto situacional en el que surgían esos temas
de conversación de mi hermano y su capacidad y voluntad de aprendizaje contra
viento y marea, a cualquier hora. Podía haber estado en un bar de mala muerte,
o en la sala de su cuarto (La Guarida), o sentado en un contén del barrio
bebiendo y charlando con sus amigos, o en la cama con alguna novia; no
importaba; cuando se quedaba solo Marcelo me llamaba para la consulta
pertinente. Y sus amigos y sus novias, dicho sea de paso, no eran poetas, no
eran repentistas, no eran intelectuales, no eran cultos, no eran ni siquiera
personas interesadas en el literatura o en el repentismo. Eran los negrones del
barrio, las novias ocasionales, los compañeros de cantina. Mi hermano Marcelo
los arrastraba a todos hacia un mundo poético que les parecía, a ellos, exótico
y a la vez excitante. Y lo es, sin duda. Sobre todo cuando el líder, el poeta
del grupo, saca a flote esos temas y los defiende con pasión, como otros
defienden a su equipo de béisbol; cuando tras la acalorada discusión por un
hiato, recitaba de memoria décimas de su hermano Alexis, o de un “salvaje”
llamado Chanchito Pereira. Lo más curioso, lo más significativo, es que en
cuanto yo descolgaba el teléfono mi hermano Marcelo se presentaba con una frase
latina que él convirtió con los años en su santo y seña, clave, mote, firma,
comodín interjectivo: quia Pulvis eris et pulvis in pulverem reverteris.
A veces la acortaba: Pulvis et pulvis, o la soltaba como respuesta corta
y rápida, afirmativa ante cualquier pregunta: ¡Pulvis!
Suele
pasar que en la vida cotidiana, doméstica, uno no repara en la grandeza de
estas cosas, en la belleza de estos detalles, hasta que la muerte te los tira
sobre la mesa como monedas cantarinas, te los devuelve con una desfachatez
triste y prosaica: “Me llevo a tu hermano; quédate el vuelto”. Y el vuelto es
esto: frases, pequeños gestos, anécdotas que lo rescatan como lo que era, como
lo que es aunque no nos diéramos cuenta: un ser humano especial, único,
diferente, un poeta bohemio del siglo XIX nacido en La Habana de finales del XX
y fallecido en La Habana de principios del siglo XXI; es decir, un poeta de
tres siglos, auténtico poeta maldito, personaje lopesco protagonista de una
historia vital llena de luces y de sombras, de mala suerte y mala vida y
pobreza y desgracias personales que conformaron (deformaron, reformaron) su
personalidad.
Un poeta
envuelto por el vaho del dolor, de la tristeza, de la supervivencia, males para
los que solo encontró dos antídotos: el alcohol y la décima. Todos los dolores
familiares, las tantas muertes que tan de cerca vio (padre, tíos, primos,
pareja), se convirtieron en Marcelo en una sola Muerte, grande y con mayúscula,
ramificada en nombres y rostros que lo perseguían; una muerte a la que Marcelo
no temía (o sí, pero a su forma), y a la que desafiaba con dos únicas armas,
alcohol y décimas; a la que se enfrentaba con los ojos encendidos de lágrimas y
alcohol, diariamente.
Marcelo Diáz-Pimienta
Marcelo Diáz-Pimienta
Nadie en
mi familia ha dialogado con la muerte tanto, tantas veces, tan de frente y tan
fuerte. Nadie en mi familia le ha gritado ni le gritará a la muerte las cosas
que mi hermano Marcelo le debe estar diciendo ahora mismo, en prosa y verso,
con su silencio lleno de palabrotas, con su español de barrio periférico y su
latín macarrónico. Pulvis et pulvis. Lo imagino cogiéndola del cuello,
guapo de Luyanó él, bravo y no bravucón, zarandeándola como los buenos héroes
de las malas películas, como el Ichi que fue desde pequeño, samurái invencible,
sacudiéndola tanto que a la muerte, estoy seguro, le deben haber dado ganas de
morirse.
La
afición de mi hermano por los latinajos (sobre todo por el Memento homo)
le vino del viejo Horacio. Pero no Horacio el gran poeta griego antiguo, sino
el viejo Horacio, nuestro vecino basurero del reparto La Cumbre, otro personaje
inmenso, otra enciclopedia poética y, sobre todo, un gran rapsoda, un decidor
de poemas como he visto a pocos en mi vida. Daba un enorme gusto ver a mi
hermano Marcelo y a Horacio juntarse para recitar poemas detrás de una botella
de chispaetrén o de ron bueno; daba un inmenso gusto escuchar sus carcajadas de
barítono callejero cuando acababa el texto, y celebrarlo con un sorbo de
brebaje, y cerrar el discurso con un misterioso y sonoro ¡Pulvis!
Mi
hermano Marcelo se echó toda la vida recitando décimas improvisadas mías. Tenía
una memoria prodigiosa que especializó en mí, en mis improvisaciones. Era mi
fan número 1, y no exagero si digo que un devoto incondicional, mi mayor y
mejor admirador, mi memoria viviente.
Yo no
recuerdo ni el 1 por ciento de las décimas que he improvisado y que mi hermano
se sabía de memoria y usaba para bombardear a todo aquel que estuviera a su
alcance. A mí el primero, cada vez que nos veíamos. Al resto de la familia
luego (sobre todos a sus sobrinos improvisadores, Axel, Roly, Alex); y a sus
amigos, y a sus parejas.
Además,
las contaba como tiene que ser, como debe contarse toda décima improvisada:
rescatando el contexto, relatando (gran narrador oral también), el antes y el
durante y el después de la décima de marras. Solo este detalle, y él no lo
sabía, es de una inteligencia y de una sabiduría y de una finura profundísimas.
Mi
hermano era un experto oralitor, un juglar medieval del tipo Plaza Jemaa
el-Fna, un verdadero réthor redivivo. Y no solo recitaba mis décimas
improvisadas; también varios poemas de mi adolescencia, que, por cierto (y solo
ahora me doy cuenta), únicamente existían en su memoria y se han perdido para
siempre.
Sonetos y
poemas en verso libre, mis primeros ejercicios de versolibrismo con 13, 14, 15
años. Y una novela. Mi hermano Marcelo conservaba en su memoria, íntegra, la
única novela en versos que he escrito, una novela romántica que escribí con 14
o 15 años, bajo el melodramático título Juan, el niño mendigo. Mi
hermano se la aprendió con 12 o 13 años y la recitaba de memoria más de tres
décadas después. También esta novela se ha perdido para siempre. Seguramente
ninguno de estos textos tenía valor literario alguno, por supuesto, pero sí un
valor documental, sentimental, emocional, que se lleva consigo.
Ese era
Marcelo, la enciclopedia Marcelo, el memorión de la familia. Décimas mías y de
Chanchito, de Valiente y Pedro Guerra, de Soriano, Candelita, Monguito Alfonso,
Naborí, Laguardia, Chanito, Riverón, Emiliano, Juan Antonio, suyas propias.
Miles de décimas de repentistas cubanos de todos los tiempos que se sabía y
compartía con los demás, tan generoso siempre, una auténtica biblioteca
ambulante, la “eoloteca” guajira más completa que he visto.
Otras
veces me recitaba de memoria largos fragmentos de poetas románticos, cubanos,
españoles, latinoamericanos, de los siglos XIX y XX. Sobre un largo poema que
hablaba sobre el cráneo de Yorick. Y otro largo poema que terminaba hablando
del Guadalquivir. Mi hermano, estoy casi seguro, nunca leyó a Shakespeare, ni
viajó a España, ni vio el Guadalquivir con su silencio líquido reflejando los
árboles sevillanos o la Torre del Oro. Sin embargo, su cabeza estaba llena de
mundos poéticos que lo alejaban de la vida pedestre que le tocó vivir, lo
elevaban, lo rescataban de las sombras y lo envolvían en un halo mítico.
Entre las
tristezas que provoca la muerte temprana y repentina de mi hermano Marcelo está
el haberse malogrado un libro que pensábamos hacer con todo esto, o dos libros,
uno de memorias compartidas (él y yo) y otro con todo el material que guardaba
en su memoria, auténticos documentos orales de este Patrimonio Inmaterial que es el
Punto Cubano. Este proyecto, no obstante, lo retomaremos. Debo
buscar en la memoria de mis móviles, porque muchas veces lo grabé y tal vez no
todo se ha perdido.
Mi
hermano Marcelo desde muy joven fue un improvisador de gran voz y de alta
tesitura. Siempre tuvo mejor voz que yo, más potente, con un timbre más alto.
Herencia directa de nuestro padre. Nuestro padre, Jesús Díaz Martínez, era una
de las voces más potentes del repentismo habanero en los años 70 y 80. Por eso
le decían “El Jilguero de Guanabacoa”. Voz de jilguero, canto melodioso,
afinadísimo, agradable. Mi padre era imitador de uno de sus amigos, todo un
clásico, “El Jilguero de Cienfuegos”, y lo calcaba como nadie, lo reproducía a
la perfección, podía haberlo sustituido en cualquier programa radiofónico sin
que el gran público se diera cuenta. Era uno de los pocos repentistas de su
época que se atrevía a cantar la seguidilla, o las difíciles tonadas “de la
risa” y “del burro”, por ejemplo, tan caras al Jilguero cienfueguero.
Marcelo
no. Marcelo no cantaba tonadas. Él era y se sabía poeta, no tonadista, y
cantaba por la tonada libre imitando, sin saberlo, sin proponérselo, a uno de
nuestros grandes maestros: Chanchito Pereira. Sus gestos, sus pausas, su
entonación, eran absolutamente pereirianas. Digamos que Marcelo logró una
personalidad propia y un “estilo Marcelo” mezclando dos modelos: el de
Chanchito Pereira y el de su hermano Alexis. Sí, mi hermano no me imitaba a mí,
sino que nos mezclaba a Chanchito y a mí en su voz, nos confundía, fundía los
estilos de ambos hasta sacar una tercera voz, la suya, y su propia personalidad
sobre los escenarios. No existe un solo escenario de las peñas o trovas campesinas
habaneras en el que mi hermano Marcelo no dejara su voz, su impronta, sus
décimas. Desde la mítica trova de Guamacaro, en Lawton, posiblemente donde más
cantó, hasta las peñas de Jacomino, el Cotorro, Carlos III, el Wajay, el Cano.
Él fue,
sin duda, durante más de treinta años, uno de los principales animadores y
promotores de estos pequeños espacios culturales. Y era el más joven repentista
cubano que iba a esas peñas campesinas en los años 80, cuando había muy pocos
jóvenes que hacían repentismo. Y fue el más pequeño niño repentista de Cuba en
los años 70, cuando en Cuba no había niños repentistas, solo él y yo, que le
llevo dos años. Por eso su nombre a partir de ahora estará asociado a dos
proyectos-homenaje: una peña y un taller de repentismo infantil que lleven su
nombre.
Mi
hermano Marcelo era andariego, un caminante indetenible que se movía rápido y
con grandes zancadas y que no duraba mucho tiempo en ningún sitio. Sus visitas
familiares eran siempre muy cortas, rápidas, fugaces. Llegaba, saludaba, decía
alguna décima, bebía ron y se iba. Era su manera, creo, de participar del rito
familiar, de sentirse parte del clan de los Pimienta, pero sin dejar de vivir
en su mundo. Y estas visitas fugaces incluyeron a vecinos y amigos. Cuenta mi
hermano Iván, el tercer repentista entre mis 11 hermanos, que los 24 y 31 de
diciembre Marcelo lo arrastraba a una larga peregrinación vecinal, de puerta en
puerta, y que en cada casa improvisaban una décima, o dos cada uno; luego
bebían ron, reían, charlaban y volvían al camino. Marcelo era un poeta nómada,
un guajiro on the road con un extraño y extemporáneo espíritu beat
que, por supuesto, desconocía. Yo soy un poeta de sillón, de buró, de
escenarios; Marcelo era un poeta de camino, un poeta de a pie, un poeta
trotacalles.
Mi
hermano Marcelo lloraba con facilidad. Era lo que se dice, “un tipo de lágrima
fácil”. Un hombretón de lágrima alegre, un sentimental poeta de barrio. Era
difícil que nos juntáramos los hermanos, que montáramos alguna fiesta
cumpleañera o alguna canturía y Marcelo no acabara llorando. En un momento
cualquiera dejaba de hablarnos, de improvisar, se le aguaban los ojos, lloraba
en silencio y se iba corriendo, desaparecía. La mayoría de las veces todos
sabíamos lo que le pasaba: extrañaba al viejo, a Pipo, a nuestro padre muerto
en el ya lejano año 1994 (que para él siempre había sido el día antes). Cada vez
que yo cantaba, o ganaba algún premio literario, o hacía algo que para él era
triunfal, Marcelo lloraba. Sin disimulo: lloraba como el hombretón sensible que
era, como el poeta de verdad que siempre fue. En los últimos años, mucho más.
Después de la muerte de nuestra hermana Caridad, la pequeña Lulú, la primera en
dejarnos, ya el llanto de mi hermano era más hondo y más tempranero: apenas
soportaba cuatro décimas, dos bailes, tres tragos de ron, cinco carcajadas.
Solo, sin interrumpir la fiesta, hacía auténticos mohines de niño pequeño,
pucheros de poeta, y se iba, no sin antes soltar un lacerante “no sé cómo
ustedes pueden estar alegres, si falta Caridad”. Era tremendo. Nos dejaba de
piedra, paralizados, tristes, pero con una tristeza que solo él sabía calibrar,
pesar, convertir en certeza y que llevaba en el regaño el perdón, en la
escapada la comprensión doliente.
Así era
Marcelo, Ichito, nuestro hermano querido. Así lo recordamos y lo recordaremos
siempre. Un hombre todo corazón. Un hombre con un corazón tan grande en el
pecho que no encuentro palabras para describirlo. El más generoso y desprendido
de los seres humanos que he conocido. Nada era suyo, todo lo compartía. Con los
hermanos, con los sobrinos, con los amigos y vecinos. Por eso cuando murió estaba
rodeado de la familia numerosa y variopinta que siempre lo ha querido como lo
que es: un poeta-hijo, poeta-hermano, poeta-tío y primo; pero también de
vecinos y amigas que jamás en su vida hubieran oído un verso si no se hubieran
tropezado con Marcelo, quien los catequizó con improvisaciones y anécdotas
poéticas.
Un poeta
de verdad, un poeta auténtico, eso era mi hermano Marcelo, Ichito para la
familia. No era, como a veces han dicho, como he dicho yo mismo muchas veces
para presentarlo, “el otro poeta”; no; Marcelo era el Poeta, con mayúsculas, el
poeta mayor de mi familia, de nuestros barrios pobres, de nuestro círculo de
amigos. El otro poeta, que no lo dude nadie, siempre he sido yo. ¡Pulvis!»
(Tomado del periódico Cuba News)
(*) - ALEXIS DÍAZ-PIMIENTA
(La Habana, 1966). Escritor y repentista. Director de la Cátedra Experimental de Poesía Improvisada y Subdirector de Desarrollo del Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado (CIDVI), ambos con sede en La Habana, Cuba. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Poemas y cuentos suyos han sido traducidos al italiano, francés, inglés, japonés, árabe, farsi (lengua autóctona iraní) y alemán. Ha publicado hasta la fecha vente libros, en diferentes género.utor de cuarenta libros en varios géneros. Traducido al inglés, italiano, francés, alemán, finés, búlgaro, portugués y farsi. Ha obtenido siete premios internacionales de poesía y cuatro premios internacionales de narrativa.
(Tomado del periódico Cuba News)
(*) - ALEXIS DÍAZ-PIMIENTA
(La Habana, 1966). Escritor y repentista. Director de la Cátedra Experimental de Poesía Improvisada y Subdirector de Desarrollo del Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado (CIDVI), ambos con sede en La Habana, Cuba. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Poemas y cuentos suyos han sido traducidos al italiano, francés, inglés, japonés, árabe, farsi (lengua autóctona iraní) y alemán. Ha publicado hasta la fecha vente libros, en diferentes género.utor de cuarenta libros en varios géneros. Traducido al inglés, italiano, francés, alemán, finés, búlgaro, portugués y farsi. Ha obtenido siete premios internacionales de poesía y cuatro premios internacionales de narrativa.
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