Por : Domingo Caba Ramos
Un día como hoy, 16 de febrero de 1997, un fulminante y traicionero infarto paralizó para siempre los latidos de su noble corazón. Y de esa manera, siete horas después de una alegre celebración familiar, falleció ella, mi madre, doña Librada. Falleció como un pajarito, sin martirio, sin amargura, sin manifestaciones de dolor, en paz. Como sólo saben morir las almas nobles.
A veces mi mente admite que realmente hace veinticinco años partió de este mundo, y su tierna imagen maternal aparentemente se aparta de mi memoria; mas, de repente, como un torbellino, y en el momento menos esperado, la tengo ahí, más cerca que nunca, más viva que nunca, más amorosa que nunca; tan cerca y tan viva que parece que la veo, que me habla, besa y me abraza dulcemente. Es entonces cuando mi subconsciente trata de convencerme de que ella no ha muerto, que aún vive. Y es entonces cuando comprendo la grandeza o profundo sentido que entrañan los versos de nuestro siempre inmenso Manuel del Cabral:“Hay muertos que van subiendo/cuanto más su ataúd baja… ”
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