Por: Domingo Caba Ramos
La historia de la narración de beisbol de invierno en nuestro país, parece dividirse en dos períodos caracterizados, naturalmente, por dos estilos narrativos muy diferentes: la era en que, sin descuidar la amenidad, al narrar imperaba la mesura, el respeto, lo técnico y lo profesional, y la era actual, en la que predomina el sensacionalismo absurdo, la fraseología apestante y la chercha insustancial.
En el primer grupo, necesariamente, debemos incluir a los grandes maestros de esta vertiente de la locución, quienes con su genial estilo dieron cátedras de cómo debe narrarse un juego de pelota. Nos referimos, obviamente, entre otros, a Lilín Díaz, Billy Berroa, Félix Acosta Núñez, Papi Pimentel y don Ramón de Luna. La línea profesional de estos íconos de la narración deportiva ha sido agraciadamente continuada, en la actualidad, por narradores del calibre de Mendy López, Ricky Noboa, Roosevelt Comarazamy, José Antonio Mena, Kevin Cabral, Michel Tueni, Melvin José Bejarán y Radhamés González, entre otros.
Narrar un juego de pelota debe ser un ejercicio altamente profesional y recreativamente descriptivo como magistralmente lo hacían en tiempos pasados los cinco maestros de la palabra antes citados.
« Chabacanear» la narración, como modernamente lo hacen algunos, es convertir en «relajo» un oficio tan serio como ese, y es, además, irrespetar al fanático, a la LIDOM y al torneo mismo.
Un buen narrador, aunque simpatice y reciba pago del equipo que representa, tiene que ser objetivo, controlar sus emociones y actuar por encima de su fanatismo. Debe entender que más que narrador, es un cronista, y en tanto cronista, está obligado a describir de manera desapasionada todo lo que ocurre en el terreno de juego. Y al detallar las atléticas acciones, debe hacerlo con emoción, no importa quién sea o a qué equipo favorezca la jugada que se describe.
Y, lo que es más importante, el narrador de beisbol debe poseer plena conciencia de lo que es: un narrador de pelota y no el animador de un show artístico u humorístico que a toda costa intenta impactar y/o provocar risa, ya sea mediante el uso de un tono sensacionalista o de un abultamiento fraseológico que empalaga y le imprime un carácter altamente disparatoso al noble oficio que realiza.
En relación con la fraseología exagerada, se tiene la errada percepción de que mientras mayor sea el número de frases empleadas al narrar, más amena y divertida resulta la narración. Y nada más falso. Para ilustrar, vale recordar que nada era más divertido que escuchar a Félix Acosta Núñez, Billy Berroa y Lilín Díaz, cuyo repertorio fraseológico que caracterizaba el estilo de cada uno, no superaba las seis frases.
Quizás debido a esa falsa percepción es que algunos de nuestros narradores incluyen todos los años nuevas frases en su quehacer narrativo. Y esto se debe, además, a que semejante conducta resulta reforzada (Condicionamiento operante) por fanáticos que hasta en las letras de nuestros merengues incluyen tales expresiones. Por eso hay un popular narrador de una de nuestras cadenas de beisboleras cuyo número de frases utilizadas puede considerarse de exagerado: veinte o más posiblemente.
Es verdad que la dialéctica establece que todo cambia, nada es permanente, todo se transforma; pero el cambio dialéctico debe apuntar siempre hacia lo positivo, a la superación, pues de lo contrario, lo que se espera que sea una auténtica evolución se convierte entonces en un verdadero retroceso, en una real involución.
En tal virtud, entendemos que el sensacionalismo absurdo, el fanatismo irracional, la chercha insustancial y la fraseología apestante, por abultada, son rasgos que le restan gracias, seriedad y profesionalidad a la narración deportiva; pero muy especialmente a la narración de nuestro pasatiempo favorito: el beisbol.
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