Por : Domingo Caba Ramos.
“Hay muertos que van subiendo cuanto más su ataúd baja...”
( Manuel del Cabral )
INOLVIDABLE MADRE:
Perdóname si violento el eterno silencio de tu último refugio. Pero tenía que decirte algunas palabras. Las palabras finales que tu muerte repentina impidió expresarte antes de que se produjera tu partida dolorosa.
Naciste, madre mía, con el nacimiento de la segunda década del presente siglo. Creciste, te desarrollaste y un buen día decidiste contraer matrimonio. Muy pronto comenzaron a llegar los hijos: llegó el primero, llegó el segundo y llegó el tercero. Llegó el cuarto y luego el quinto. Y cuando el sexto (yo) descansaba tranquilamente en tu vientre venerado, falleció tu esposo, murió mi padre.
De esa manera quedaste viuda en la flor de la juventud o cuando tu vida de madre - mujer apenas empezaba a echar raíces.
Conforme a tan amarga realidad, bien pudiste haber pensado en rehacer tu vida y salir tras la búsqueda de un nuevo casamiento; pero tus nobles sentimientos maternales no permitieron que adoptara semejante comportamiento.
Por eso, en lugar de recorrer las dulces sendas del placer optaste por patrullar los tortuosos senderos del sacrificio, dedicándote con inigualable abnegación a la crianza y formación de tus seis hijos.
Tu única meta estaba orientada a convertir en realidad los deseos o sueños del padre: que todos o la mayoría de sus hijos alcanzaran una profesión y se transformaran en hombres dignos de esta sociedad.
Y los sueños se cumplieron.
Y para que así sucediera, fueron muchas las dificultades que tuviste que enfrentar. Fueron muchas las barreras que tuviste que vencer.
La felicidad de tus hijos era tu felicidad, y con tal de lograrla eras capaz de hacer lo indecible o incurrir en el más increíble de los sacrificios.
Había que verte, madre mía, cuando uno de tus hijos o nietos obtenía un título académico . Había que verte, cuando uno de estos lograba alguna meta.
La alegría te brotaba por los poros y se dibujaba como luz de luna llena en tu rostro moreno.
Con nosotros fuiste firme como la superficie del bronce pero dulce y tierna como la sonrisa de un niño.
Siempre fuiste positiva, emprendedora y nunca una sonrisa ni una palabra de aliento se apartó de tus labios.
Aunque vieja de edad, siempre fuiste joven de espíritu, y merced a este último rasgo aflora ese gran dinamismo que tanto te caracterizó.
Cual heroína sin nombre, supiste desempeñar con entrega inusitada el doble papel de padre y madre.
¡Cuánto te queríamos tus hijos, madre mía!
¡Cuánto te adoraban tus nietos!
¡Cuánto te apreciaban tus hermanos, vecinos, amigos, ahijados y demás relacionados!
¡Cuánto te quería Miguel ( nuestro tío - padre ), tu adorado hermano veintiañero que ante la muerte de nuestro progenitor pasó a residir contigo para auxiliarte en la crianza de tus hijos.
¡Y cuánto te quería Mónica Antonia, nuestra hermana menor , la hija que nunca pariste; pero que era uno de los centros principales de tus desvelos!
El 16 de febrero del año que transcurre un infarto fulminante paralizó los latidos de tu noble corazón. Y falleciste, doña Librada, como un pajarito, sin martirio, sin amargura, sin manifestaciones de dolor, en paz. Como sólo saben morir las almas nobles.
Tus hijos, madre mía, siempre nos sentiremos orgullosos de ti y eternamente te recordaremos como la más consagrada, tierna y honorable madre del universo.
Paz a tus restos.
(La Información: 22 - 2 - 97)
lunes, 16 de febrero de 2015
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